Autorretrato de país portátil

publicado en: artículo, ensayo, literatura, narrativa | 0
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El silencio fue una de las narraciones de Adriano González León. Luego de ganar el Biblioteca Breve con País portátil (1968) mantuvo la reserva frente al mundo editorial: trabajó el cuento, compilados por Alfaguara veinte años después, y publicó otra novela, Viejo (2004), además de dos poemarios y varias misceláneas. Murió en 2008 y sin embargo ahora vuelve a hablar. Cuando se va a cumplir medio siglo de la publicación de esa aclamada y reeditada primera novela, se encuentra y publica un libro inédito. «Entre las cosas que dejó mi padre (papeles sueltos, folletos, servilletas manuscritas, facturas, apuntes de clase, cartas locas, postales, guiones y un sinfín de hojas que abultan carpetas) sobresalía un cuaderno», escribe su hijo Andrés González Camino en el prólogo a la edición de Señas de una generación (Madera Fina, 2017).

Adriano González León y Vasco Szinetar. Fotografía de Vasco Szinetar, de la serie Cheek to cheek

 

En apariencia formal, el libro reúne veintitrés semblanzas delimitadas en el tiempo y el espacio por la pertenencia de dos grupos literarios que se establecieron en la Caracas de los cincuenta y sesenta, Sardio y Tabla Redonda. Para lograrlo, González León convierte a la persona en personaje y, con su maestría, lo coloca dentro de un universo de la propia obra del retratado: «De pronto podría confundirse con alguien que viene de otra edad; caballero en derribo expulsado de un castillo feudal, por su tristeza; huésped recatado en los salones literarios de 1700, por sus maneras; último depositario de desafío romántico, por su onirismo tenso. Y si dejamos de verlo en la estación y todos los trenes parten y se nos cambia el mundo, aquí viene entonces el viajero por un paisaje de nieblas y animales lanudos, entre cercas de piedra y aleros quemados por el frío, trigo y ladridos en el páramo» (p.13).

 

Pero más que un diálogo con la obra de autores próximos que consideró relevantes, se trata de un ejercicio jazzístico de escritura. Una composición libre a partir de los mundos de otros, tratados como standards. Finos en su precisión, trabajados en la concisión, González León mezcla dos vertientes en cada una: la crítica y la crónica. Una analiza la obra y la otra da cuenta de su comportamiento (y contradicciones). Contrario a la costumbre, sus críticas son severas, a la vez que equilibradas. Señala flaquezas sin escamotear halagos. Muestra caídas pero también crecidas, sin «revestir de mitos el acto de la creación» (p.44). Época de esplendor de bares y alcohol, borracheras y poemas, los retratados coincidían en los predios de Sabana Grande y ese ambiente se cuela en muchas de las piezas. No obstante, González León no cede en su honestidad ni siquiera ante la amistad. Quizás por eso prefirió que el libro se editara de forma póstuma, suya y de la mayoría de protagonistas. Adrede alejó esas notas de la imprenta, pero las dejó ordenadas, dispuestas.

 

En el fondo, este libro es mucho más que un puñado de perfiles. Es una declaración de principios, una celebración a la literatura universal, una lección de vida, quizás incluso una confesión. Porque otra lectura está entrelíneas: el compendio establece, en su conjunto, un ensayo profundo sobre lo que sucedió con los intelectuales de un país como la Venezuela de aquellos años: próspera y autosuficiente. Y sus escritores, que parecían vivir de espaldas al mundo, trabajaron en la invención y exploración del lenguaje poético y recorrieron, en ocasiones por anticipado, muchas de las rutas reflejadas luego en el boom, aunque también podía suceder que «se le pasó la mano en eso de vivir la vida, olvidándose de que la mejor forma de asumirla era ponerla a caminar al lado de su medio de expresión más fervoroso» (p.103).

 

Una generación de intelectuales —retratados también en la novela The night, de Rodrigo Blanco Calderón (Alfaguara, 2016)— que aquí tiene testimonio de primera mano: «acusada de “loquita”, de improvisada e irrespetuosa, sin nada serio para decir en literatura, sin nada profundo que afirmar en el terreno ideológico» pero que «probó que podían hacerse cosas, más allá de lo anecdótico y pintoresco, lejos del provincianismo, de la honorabilidad falsa, de la reputación ganada por abnegación y no por manejar la verdad» y que ajustó cuentas ideológicas con dos libros: El desarrollo desigual del socialismo, de Manuel Caballero, y Checoeslovaquia, el socialismo como problema, de Teodoro Petkoff. Ambos, libros de cabecera frente al dilema venezolano actual.

 

Por último, este libro es una oda a toda la literatura, con lecciones que tienen el entusiasmo de profesor de universidad que era González León, tanto en la debilidad de un ejemplo como en su grandiosidad: «el tono edificante y familiar, el sermón diluido contra la futilidad de los hombres, nos devuelve a lo usado y convencional» (p.30), «cuando se relega lo imaginativo, la “observación” de que hablaban los realistas del siglo pasado frena la gracia y la maravilla» (p.38), «el extravío hizo creer que el uso de las obscenidades daba por sí sólo jerarquía expresiva» (p. 43) o «lo repetitivo es tabú» (p.75).

Rafael Cadenas, Vasco Szinetar y Manuel Caballero. Fotografía de Vasco Szinetar, de la serie En el espejo

 

El lector español no encontrará nombres rutilantes o famosos del mercado libresco local. Conocerá, por homenajes recientes o ediciones peninsulares, a Rafael Cadenas y Aníbal Nazoa; con suerte, a Salvador Garmendia, Caupolicán Ovalles y alguno más. Y sin embargo no se necesita conocer la literatura venezolana para apreciar este gran lienzo del cerebro de un país, esta celebración del quehacer literario, y que bien podrían tratarse de personajes de ficción que conviven en el gran marco de un ambiente literario de una ciudad suramericana inmadura y en expansión. Para quien no sepa que son seres reales, que existieron o existen, o para quien no desee creérselo, este libro también podría ser un cuentario de retratos, un retablo de polifonías, una novela.

 

Quizás, González León también se retrata a sí mismo a través de los otros. Es, desde luego, el gran protagonista. Él y su intelecto. Él y su respeto por la literatura. Él, que escribió tan poco y ahora nos deslumbra con estas páginas escondidas, le dice a Cadenas: «Ese último poema (Derrota) pareciera u adiós o una renuncia. Y ésta, como acto definitivo, puede ser heroica, pero no nos sirve a los lectores ni a la poesía». Es, entonces, en clave, un autorretrato de uno de los autores más esquivos y silenciosos del siglo latinoamericano, que aquí se confiesa sin desvelarse.

 

Adriano González León. Señas de una generación. Editorial Madera Fina, Caracas, 2017

(C) Doménico Chiappe. Fotografías cedidas por Vasco Szinetar