El caballo blanco de Puigdemont

publicado en: periodismo, política | 0
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Presenciar en vivo y directo una independencia, aunque dure seis segundos, logra poner a prueba toda noción de épica y justicia de la gesta americana de Simón Bolívar, forjada en las aulas latinoamericanas. ¿La independencia de las naciones bolivarianas nació a la manera catalana? La analogía entre Cataluña y América no es mía, qué más quisiera. No es, de hecho, de ningún latinoamericano. La sugirió Junqueras en alguna ocasión. Y con ese símil en la cabeza, surge el temor: ¿la soberanía latinoamericana, que costó tanta guerra y muerte y que desencadenó una inagotable sucesión de caudillos y dictadores, tuvo un origen tan chapucero como el de la república de Puigdemont?

En la historia que nos contaron a los niños criados de Venezuela al Perú —mucho antes de que la epopeya bolivariana sirviera de coartada para el chavismo— la cuestión comenzó en un balcón de Caracas. El 19 de abril de 1810, el capitán general de la provincia Vicente Emparan preguntó a una muchedumbre (número real no conocido, pero que la Historia asegura que quizás llegara a dos mil hombres) apostada en la plaza del ayuntamiento si querían que siguiera en su cargo. Por detrás, el cura Madariaga hizo la señal de costumbre: “no”. Y el pueblo, informado y pensante, nada emocional, dijo “no”. Democracia participativa, se llamaría ahora. Así fue el referéndum de aquella vez. Casi como imprimir las papeletas en casa, con urnas compradas en el mercadillo y trasladadas en automóviles particulares, con la posibilidad de votar muchas veces ante censos y conteos sin garantías ni observadores.

Esta idea resquebrajaría el honorable fervor republicano militarista hacia mi querida Latinoamérica. La cuestión, me digo aferrado al recuerdo de mis cuadernos, no puede haber sido tan burda en América. El principio de la gran gesta libertadora tuvo que contar con la aquiescencia de toda Venezuela, de toda América. Así nos lo enseñaron. Por si las dudas, historiadores reseñan que en esa plaza hubo “blancos y pardos”. Si hubo algún negro o indígena, no se menciona. Así, pues, hay que suponer, en primer lugar, la legitimidad de los representantes de la entonces capitanía general, que se rebelaban contra el rey José I, hermano de Napoleón que depuso a Fernando VII. Ellos debían encarnar la voluntad del resto de ciudadanos sin fisuras, nada del 47 por ciento frente al 52. Al no haber una democracia representativa de voto universal, secreto y directo, la independencia subcontinental salva los muebles en nuestro imaginario.

Aunque esa primera proclama fue a favor del rey destronado, la declaración de independencia, la de la soberanía absoluta, llegó un año después, el 5 de junio, y resulta ya imposible —quizás por culpa de Junqueras— no hacer la comparación con el 10 de octubre de 2017, e imaginar a un joven Simón Bolívar con la melena de Puigdemont, integrado en la Sociedad Patriótica y a favor de la ruptura total.

¿Y aquella firma de acta de independencia fue tan pedestre como la de los separatistas del Parlament? Pues parece que no. La de Cataluña se hizo en un cuartito de atrás, con anodino fondo blanco, en una mesa demasiado larga y desprovista, con rúbricas apresuradas y de pie, perpetuada sin glamur por fotógrafos de agencia. Hay diferencias, me empeño en notar frente a esta pobreza de narrativa visual, pues, por fortuna, en nuestros libros de texto venezolanos se reproducía la pintura de Tovar y Tovar, cuyos claroscuros investían solemnidad y seriedad al cuadro.

En 1811 el parlamento criollo debatió durante dos días antes de votar —aparentemente sin secretismo en la redacción de la propuesta, sin esconderlo del orden del día, sin impedir las enmiendas ni censurar la objeción—, pero las dudas sobre el relato de la gesta americana vuelven a caer sobre este adulto que de niño celebraba la Semana Bolivariana en la biblioteca de su instituto. ¿A quién representaban los primeros próceres? Ahora sí, mi vacilación ocurre por total culpa de Junqueras, una especie de José Antonio Páez dispuesto a dejar solo a Bolívar en su exilio de Santa Marta: durante todo el largo proceso él, que se dice de izquierdas, apoyó sin fisuras al partido del tres por ciento y los recortes sociales. Algo no cuadra en esa pretendida nueva nación.

Para empezar ése y éste conflicto —uno, cuerpo a cuerpo; otro, legal y dialéctico— se suele buscar apego en el romanticismo de los ideales con toques chovinistas que espolean las emociones, pero esconde el trasfondo económico que beneficia a las grandes familias y a la clase política instigadora, y desfavorece al resto. El estímulo puede ser variado y particular: del cerco judicial al líder procesado al control total del poder. ¿La independencia americana, como la catalana, fue un acto de elites y burgueses que defendían sobre todo sus propios intereses económicos? Las cadenas que se querían romper no privaban la libertad de los emancipados —la abolición de la esclavitud vino luego, cuando se necesitaba engordar a los ejércitos—  sino sus bolsillos. En todo caso, el procés nos confronta con la historia, pero la del XIX era otra España y Europa se desangraba en guerras.

El relato puede endulzar y remendar las grandes chapuzas de la historia, como el pregón 2017 de independencia catalana —y aquí no entro a valorar sentimientos o percepciones—. Quizás no pasen ni cien años para reescribir este capítulo de la historia de Cataluña y mañana nos digan que Puigdemont montó en un caballo blanco y, espada en mano, emprendió la liberación de los pueblos mediterráneos.

(Publicado en Diario Sur http://www.diariosur.es/opinion/caballo-blanco-puigdemont-20171129005927-ntvo.html