Vallejo con escalas

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En mi niñez, mi padre me leyó los versos de Vallejo «Piedra negra sobre una piedra blanca» (Poemas humanos). En una casa fantasmal, donde vivíamos en Caracas, mi padre recitó aquel poema, que quedó grabado en mi todavía inmaculada memoria literaria. Los versos de Vallejo constituyen el primer paisaje retenido de una patria que no tuve, el Perú, cuya geografía no oleré hasta rozar la madurez. Versos que, entenderé más tarde, encierran la desgracia del emigrante sin suerte, o sin la suerte requerida para retornar con honor, del que ronda la idea del suicidio antes que la vuelta obligada por el fracaso.

Conservo aún, a pesar de las mudanzas, ese libro grande encuadernado en tela con las obras completas del poeta, como él lo resguardó de las suyas. Durante varios años, la familia arrastró enormes cajas de libros que llegaron por barco a Venezuela, y por alguna razón que todavía hoy desconozco, no eran abiertas al establecer residencia fija. Durante años, en mi habitación tuve como escritorio, tales eran sus dimensiones, una de esas grandes cajas de grueso cartón, forrada con mantel, donde hice las tareas de varios grados escolares. Otra de igual tamaño y formidable peso estaba en el dormitorio de mi hermana y las demás en el cuarto de servicio –siempre había uno-, disimuladas bajo telas y otros trastos.

Cuando un día llegaron las estanterías a casa y aquellos libros fueron desembalados, descubrí colecciones y títulos, como una veintena de cubierta plateada sobre la guerra entre Perú y Chile; tomos amarillos de biografías de prohombres; «El caso Banchero» de Guillermo Thorndike, de gran valor sentimental para mi padre, pues, me contó alguna vez, durante su época de gobernador de Chimbote amistó con Luis Banchero, del que sé por sus recuerdos, y quizás no sea poca cosa, que era un gran bebedor, que elevó al puerto peruano a categoría industrial gracias a la pesca de la anchoveta, pez que desapareció de aquellas aguas cuando Banchero cayó asesinado (en su añoranza, lo contaba como si fuera una venganza poética de la naturaleza, y no la consecuencia de la sobreexplotación pesquera). Durante un tiempo creí que yo había nacido en Chimbote, y de esos recuerdos ajenos, también me veo a mí mismo con un perro pastor alemán, llamado como un futbolista peruano, de aquella selección cuya gran hazaña fue disputar una final olímpica que Hitler le arrebató con prepotencia y trampa.

En la tarde húmeda de la época de lluvias, mi padre, acodado en la mesa del comedor, miraba al fondo de su vaso de whisky, con cien colillas desbordadas del cenicero de bronce con una llama, mientras escuchaba el poema de Donayre «¡Viva el Perú, carajo!». En el estéreo giraba un LP del mismo nombre, y cuya aguerrida y coloreada portada, con una lengüeta que ocultaba la última palabra para no contravenir el pundonor de la discotienda, me fascinaba sin transmitirme esa tristeza que sí contaminaba a mi padre al escucharlo.

Esas melodías compusieron la banda sonora de mi infancia en años arracimados sin reloj ni rutina, junto a los discos de aquellos -Chabuca Granda, Los Morochucos, Zambo Cavero…- que ayudaron a mi padre a enamorar a mi madre, en las peñas limeñas donde coincidían hasta la madrugada, y que ella siempre recordaba cuando tocaba la guitarra o las cucharas, y cantaba. El acento de mis padres, desterrado de mi lengua pero sonoro en el oído, profuso en las calles, rico en palabras y sinónimos que evitaba al hablar durante mi adolescencia pero que uso en mis letras, como una riqueza, tienen la voz de mi madre y su fino léxico.

En mi casa, las conversaciones sucedían algunas noches, intermitentes, en que la televisión no se encendía, para dar paso a los recuerdos entumecidos y dispersos por la bipolaridad alcohólica, en las que surgieron las sombras, siempre difusas, nunca coherentes ni concatenadas, sin asidero cronológico, del país de mis padres, tan distinto al que yo hacía mío, y que sin embargo se incrustaba en mi inconsciente, donde libraba una lucha con la idiosincrasia venezolana que yo adoptaba. Es aquella patria difusa, como una parturienta que entrega a su criatura apenas expulsado del útero, la que trazó mi afición a los ambientes claustrofóbicos en mi literatura. Si la patria, en cursivas, subsistía sólo en los metros cuadrados de mi hogar, otro universo bien podría estar contenido en otros encierros. Lugares a veces sin nombre, ilocalizables en el mapa. Tuve también, en esas horas detestadas, asideros de mis antepasados, que nunca he querido indagar ni desarrollar, pero que ayuda a componer un vaho que envuelve a los personajes de ficción que surgen de mis ficciones.

Mi padre murió sin volver a pisar su tierra, justo cuando preparaba su regreso después de treinta años de autoexilio. Una década después de su fallecimiento, yo volví al Perú con mi propia familia. Y encontré mi intimidad expuesta en las esquinas. Por donde caminara tenía la extraña sensación de que aquello que encerré durante veinticinco años, mis raíces tan protegidas en Venezuela, estaban descubiertas, como un árbol sembrado en un acuario. Los olores exhalados por la comida de mi madre, quizás el arte más preciso para dibujar una geografía con el contorno del ceviche, los anticuchos, el seco, el locro, los alfajores, establecía la familiaridad con unas calles y unas gentes que sólo había visto en unos tiempos de los que no guardaba recuerdos, pero cuyo rastro podía hallar en la pulpa del ají amarillo y del rocoto que aprendí a comer, a moquear, con coraje.

De alguna forma, la lectura de los libros desvelados -Scorza, Ribeyro, Alegría, Bryce Echenique…-, las tonalidades gastronómicas del Pacífico y la sierra andina, el olor a humedad de las maletas que venían de allá con chocolates Sublime y chompas de alpaca, los discos que lanzaban melancólicas proclamas, materializaron un lugar que sólo existía en la intimidad del hogar, en un imaginario protegido del exterior. Un país íntimo que existía apenas dentro de unas paredes alquiladas en una nación generosa y chovinista a partes iguales, cuyo pensum escolar obligaba a leer a Uslar o Gallegos, pero también, y con el mismo peso, a Vargas Llosa o García Márquez.

En el país adoptivo quería mezclarme, pasar desapercibido, ser uno más de mis compañeros, a pesar de coexistir, sin fricciones, con otras querencias, las heredadas, de las que tampoco renegaba. Siempre tuve cédula amarilla, pasaporte peruano, ciudadanía inespecífica inválida para reclamar cuotas, becas o siquiera pertenencias. Tan acostumbrado estuve a ser requisado en las aduanas internacionales, como a reconocer a mis verdaderos amigos por una cuestión: me otorgaban su propia nacionalidad, como si así juntos confrontáramos a la muchedumbre. Y yo, aún hoy, la recibo honrado, sea la peruana, sea la venezolana: islas en el mar apátrida.

En mi tercera emigración transfronteriza, la cuarta vital, el enésimo movimiento territorial, y alejado de mis países materno y adoptivo, encontré mi condición de extranjero, lo que, en la diáspora peruana y en la actual venezolana, no es una excepción. En Madrid, ya a los treinta, decidido a explorar el hacer literario desde el desorden y vaivén autodidacta, encontré que reconocerme de dos países y ninguno, de extranjero permanente y doble origen sentimental, de peruanidad íntima y venezolanidad exotérica, era no sólo posible, sino inevitable. Y ahondar en la voz peregrina, la labrada por el éxodo, podía ser la única escritura honesta de quien por fin se sabe náufrago en las aguas de dos ríos de distinta densidad en que crecí, deslizándome también ahora en la ola del territorio ocupado; absorbiendo y dejando que el lenguaje se empape de cuanto enriquezca la obra que surge como un atolón, como una raza extraña resignada a la extinción.

Ahora que escribo, en un rincón de España, vuelvo a recitar, una y otra vez, desde hace meses, los versos de Vallejo, no los que pronunció mi padre aquella noche, y que apenas comprendí –los versos y la noche- mucho tiempo después, sino otros, «Los heraldos negros», de los que me he apropiado. Porque el poeta los escribió alejado para siempre del país donde nació, sumergido en la búsqueda de un lenguaje propio ineludible cuando se entiende que no hay retorno, y que si lo hubiera sólo significaría el fin de la nostalgia y el comienzo de la amargura definitiva. Y porque, sí, hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé.

Pamplona, 14 de diciembre de 2016