Desde una ventana, #Lesbos

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Una playa de salvavidas. Naranjas, negros, amarillos. Banderas de una patria desesperada que lucha por alcanzar una costa. La costa es una metáfora. Un eco. A veces no es más que la idea y el empecinamiento. El salvavidas, útil en el mar, tiene una forma semejante a un chaleco antibalas, como el usado por militares y milicianos en la guerra que queda atrás. Aunque las guerras nunca quedan atrás y se llevan a cuestas. Pero el chaleco fluorescente flamea y el otro, camuflado u oscuro, lastra. En la costa del norte de Lesbos, un mantel de flotadores cubre las piedras. Uno por cada persona que recién llega. A veces incluso sin vida.

 

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El sonido del viento como banda sonora de la tragedia. Un ruido blanco que ahoga las voces con la complicidad de las olas. Las olas, como sabe cualquier marinero que alguna vez ha confrontado la tormenta, no revientan solo en la orilla. En altamar hay masas de agua que se elevan varios metros sobre la superficie, que encuentran resistencia en su cúspide, que se encrespan y se revuelcan. El viento las procrea. Y, como quien habla al oído, el viento proclama su hazaña.

 

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Arribos de éxito los que llegan a Lesbos sin volcar, sin perder a la gente que, como el plancton, se deja llevar por una fuerza superior, llámese marea, si se quiere. Encalla sin brusquedad entre los cantos negros de la costa. Cuando la visión de la muerte queda atrás, no siempre se desentumece el terror.

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Los fenicios o los polinesios, las antiguas culturas navegantes, conquistadoras de costas y terrenos allende el horizonte, temían estas olas y procuraron embarcaciones que resistieran el embate de las marejadas. Quién se atreve a retar el mar en botes inflables sobrecargados, arrastrados por un motor fuera de borda de treinta caballos, de los baratos, de los que fallan, a los que ningún pescador encomendaría su vida. Un solitario motor encargado, a veces, de tirar de dos balsas de jebe. Sólo los desesperados de ciudad o desierto. El que se encomienda a su Dios o a su suerte.

 

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El viento silencia también el lloro y el rezo. Del frío, lloran los bebés. Aún no comprenden cuánto hay que temer. Repulsan el agua que les golpeó, pero no conocen lo que hay detrás del palmazo acuoso. Sin embargo, la lucidez despierta antes que la memoria. La conciencia del miedo se adquiere justo después de aprender a caminar. Por qué hacerse a la mar si aterra la perspectiva, lo insoslayable. Dice uno que cruzó: las mafias turcas disparaban para que subieran cuantos cupieran y nadie reclamara el overbooking. Para que agacharan la cabeza antes de zarpar.

 

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Ateridos de frío, los que llegan se despojan del chaleco salvavidas, como si realmente hubieran encontrado la salvación. Si Europa es tropo de paz, de vida, de proseguir una existencia (el destierro miserable es el peaje para la sobrevivencia), el chaleco naranja lo es de muerte: los cuerpos inermes que se contabilizan en los registros fatales lo llevaban, y por eso se les encuentra. Despojarles de la alegoría del ahogamiento quizás sea más que un simbolismo.

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El punto de vista de aquello registrado por la retina digital, en la mayoría de los casos, es el de los que esperan en la orilla. Quien mira desde Lesbos observa cómo se despereza la necesidad, pero ignora cuanto sucedió en la travesía. No se conocerá lo que finaliza sin testigos.

 

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La mayoría de los testimonios que circulan por las redes sociales, que se comparten, que están en Twitter y otros círculos, retratan la tragedia desde una perspectiva casi feliz: las embarcaciones han llegado. Los sobrevivientes nada tienen, excepto la vida y alcanzaron la meta, cruzar, pisar Europa.

 

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En la costa hay quien aguarda para dar la bienvenida y saciar la sed. Voluntarios de chalecos reflectantes, colores metálicos que cobrarán importancia durante los rescates en la noche. Brindan agua, abrigan con mantas térmicas, auxilian, calman del temblor, hidratan a los que tienen empapadas sus únicas ropas.

 

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Los cuerpos que flotan son vestigios de naufragios. Algunos cadáveres conmueven y se hacen virales. La popularidad es lo único singular de esas muertes. En realidad, los casos son tan similares que los símbolos se olvidan pronto. Reiterar es obsceno para la comunidad bienpensante. En los diarios de Europa, Aylan, tres años, obsequio de la pleamar en costas turcas. Y los demás infantes a la deriva, desconocidos. Como los mayores que se confiaron también a chalecos defectuosos o de juguete o sólo ineficaces para evitar que una cabeza se sumerja o que una boca se mantenga cerrada hasta que los pulmones no puedan más y demanden oxígeno y se abra para buscarlo, y será en esa siguiente bocanada cuando trague agua sin haber respirado, por lo que la boca abierta seguirá buscando un hueco en esa masa salina donde hallar aire. Boqueará hasta el ahogo, si antes no vence el cansancio y se rinda.

 

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Hay tantas fuerzas que entrechocan en el mar que es inútil intentar combatirlas, ni siquiera es posible prever de qué lado vendrá el golpe. Sólo el mar calmado perdona la vida.

 

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Cruzar de una orilla a la otra puede demorar cuatro o cinco horas, depende del temporal y de que el motor fuera de borda siga en marcha. Los hombres más jóvenes suelen ir en los costados de la nave. Los más débiles, en medio. En el desembarco, las manos empiezan a alzar pequeños cuerpos anonadados. Y, tras la enclenque muralla de espaldas recubiertas de flotadores de caucho, emergen criaturas que van de mano en mano hasta fuera de la lancha. Uno tras otro, salen del bosque de piernas tambaleantes y agarrotadas. Los hombres de los laterales son los primeros que pisan tierra firme. Tambalean, efecto del mareo y la travesía. Los voluntarios se reparten las tareas. Los más fuertes sujetan la embarcación, mientras los demás desembarcan niños. Después las mujeres, con velo o sin él. Después los inertes, los ancianos, los que necesitan primeros auxilios en el primer trecho seco que se halle. Vaciado el bote hinchable, algunos rezan de rodillas, hincando la frente en la arena. El agua que lame sus zapatos.

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Después de la playa, los campos de acogida, conocidos como hotspot.  Entre olivares, los recién llegados ocupan zonas abiertas, antiguos parques o anfiteatros al aire libre. El lente de @ConnorGillies registra uno de esos centros. Las rejas sirven para secar la ropa; las calzadas para sentarse. Como primitivos recolectores, se alimentan de lo que encuentran: envasados de manos de cooperantes y autoridades, que también han instalado cabañas plásticas, con forma más parecida a las casitas de dibujos de colegio que a tiendas de campaña. Detrás de la puerta, nada. Cartones para aislar el piso. Tantos como quepan en esos metros cuadrados y personas lo compartan. En las esquinas, lo que cabe dentro de una mochila. Empieza octubre de 2015. Con los días, con los meses, el hacinamiento manchará los espacios baldíos.

 

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Lo que quepa en una mochila es todo lo que transporta uno de estos migrantes. Si se viaja con niños, la capacidad del morral debe alcanzar para dos o tres. Se llenan con lo imprescindible para la subsistencia. Y hay tantos niños, como no los encuentras en las calles de Europa. Aunque su situación sigue siendo precaria, ya no lloran. Van secos, han comido, el mar es un murmullo de fondo.

 

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Al día siguiente, otro bote, y otro. Encallar casi al llegar puede suceder, y ocurre. La inestabilidad de la patera y la impericia de los desesperados pueden provocar la catástrofe a pocos metros. El barco debe varar por la proa, nunca de lado. La gente debe permanecer sentada hasta que se inmovilice la embarcación. Si se levantan desacompasados, si una ola sacude el lateral puede suceder lo más temido durante las últimas horas. Volcar o perder el equilibrio. En todo caso, caer al mar y ser arrastrado por la noche, las corrientes y el viento.

 

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Vuelca un bote. Caen los cuerpos. Pero hay sustrato unos centímetros más abajo. La alegría de saber que ahí está el fondo. Los hermanitos no se sueltan la mano. Uno resbala en una piedra, el otro lo sostiene, y tira de él. Los voluntarios, siempre allí en la memoria electrónica, ayudan. Más allá flotan unas llantas negras, salvavidas de pobres, que hoy la buenaventura no ha querido que sean necesarios.

 

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A veces la diferencia entre la vida y la muerte está en haberse sentado en la proa o en la popa cuando el barco encalla de frente, y por la proa se pisa tierra y por la popa se resbala al abismo de metro y medio de agua, que según la estatura puede ser suficiente para rebasar a un cuerpo agotado.

 

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Una publicidad de Acnur de octubre de 2015, que incluye tomas aéreas de las balsas de las que captura en perspectiva cenital, avizora que ese año más de 400.000 personas llegarán a Grecia, y que sólo en septiembre cruzaron más de 115.000. Y pregunta: ¿cuánto riesgo serías capaz de asumir si tu vida estuviera en riesgo?

 

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Desde arriba: los más fuertes hacen un círculo de seguridad en torno a los débiles. Así se han configurado las sociedades, así se han sostenido las civilizaciones. Un precepto antiguo y básico que se repite en la calamidad del cruce de fronteras por el Mediterráneo.

 

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Al llegar, hay alivio. El alivio es distinto a la felicidad. Hasta la firma del infame tratado entre la Unión Europea y Turquía que cierra la posibilidad de refugio a personas que huyen de la guerra más atroz, les esperaban largos días de vida en el abyecto limbo del campamento de refugiados y la burocracia que se comunica en inglés, hacinados y agobiados, condenados a la inactividad salvo por la única que resulta productiva en estos campos de concentración y aislamiento: hacer colas. Con un idioma inservible aquí, para recibir alimento, información o atención, a la espera de una vía de escape, una autorización y un transporte. Custodiados por altas alambradas de púas y policías que el tiempo insensibiliza. La población reducida al número de la fila bajo el sol, con un papel en mano, otra gran alegoría de la Europa lerda y obnubilada que se escuda en los trámites insuperables para aborrecer a quien necesita ayuda, como antes se necesitó en este continente. La vergüenza se plasma en números. Toda Europa se comprometió a acoger a 160.000 desplazados, en el momento en que dentro del territorio turco se encontraban dos millones de sirios. No se incluyen afganos, eritreos, iraquíes… Durante el inicio de la contienda civil española, medio millón de españoles huyeron sólo por la frontera de Francia. Hasta 2015, el estado español sólo acogió a 17 personas, habiendo aceptado, en el sistema de cuotas de la Unión Europea, recibir unos 15.000. Con el sistema de “reasentamiento” promovido por Acnur, España no ha aceptado a nadie. Reino Unido, el que más en el viejo continente, 1.500, una cifra ridícula frente a la magnitud de desplazamiento, irrisoria como el compromiso europeo de acoger 72.000 sirios.

 

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La respuesta de Europa, cuando baja la popularidad de la canciller alemana, Angela Merkel, es iniciar un proceso que ya por sí solo criminaliza a los desplazados. Fichados y custodiados por sus agencias de seguridad, serán arrojados a Turquía. Esa nación cuyas fragatas militares disparan con chorros de agua contra las balsas de los refugiados.

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Hora tras hora, llegan los dinguis. Antes del comienzo del invierno, entre sesenta y setenta a una sola playa de Lesbos, según Dan Stephens, cooperante de Samaritan`s Purse. Cambia la inclinación del sol, la nubosidad, la furia del viento pero se repiten los gritos, la alarma, el llanto, y las cadenas humanas para servir de puente a los bebés, entre la lancha y la costa. El caos del primer minuto, de los que se adentran unos metros para dejar lo que llevan en las manos. Desorientados, qué pasará ahora, algunos se reúnen ahora que pueden, después de estar separados por la enorme distancia que significan unos centímetros en la barca.

 

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Conocen el precio, pero no el costo. “Está muerto”, dice un voluntario de Pro Activa Open Arms, al sacar del agua a un hombre, quitarle el chaleco y comprobar sus constantes vitales. Cuando vuelca una lancha hinchable nunca se sabrá cuántos refugiados iban. Pero a veces los que van en los laterales, caen al mar. O, hayándose a la deriva, intentan ganar la orilla a nado. La distancia marina es engañosa en su aparente lisura que crea espejismos de cercanía; la distancia marina se mide en esfuerzo. Nudos, y no metros.  La humanidad, esta humanidad, muere con la costa griega a la vista. “No tires su cuerpo al mar, por favor”, dice un cooperante al otro. Ese es el costo.

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El precio es mil dólares por persona, según dos refugiados que responden a la pregunta de Antònio Guterres, alto comisionado de Acnur, que se distingue de los demás voluntarios en su vestir de traje sin corbata. En una embarcación de las que se han hecho usuales entre las mafias, absolutamente negras para que sea más difícil distinguirlas en su partida, pero también en su deriva y, con suerte, en la llegada, hacen que quepan hasta 50 personas. Junto a los chalecos salvavidas, las zodiac negras dan tumbos contra la costa una vez usadas. En ocasiones, algún sobreviviente la raja, para herir así, de algún modo, a las mafias. Alguna vez se limpia la playa, y camiones repletos de chalecos y botes, plásticos ya marchitos, se alejan por la carretera.

 

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Tres años estuvo Aziza, huida de Siria, en suelo turco, antes de reunir el dinero y el coraje para cruzar a Grecia. En el centro de identificación de Lesbos le toman las huellas, le dan un membrete. Ella desea llegar a Alemania, donde tiene un hermano y una hermana.

 

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Ya en mangas de camisa, el comisionado de Acnur asegura que el problema es europeo y requiere una solución europea. Unos meses después, la respuesta europea es asegurar, de facto, que el problema es árabe y levantar una muralla. El “sueño europeo” está vedado a los musulmanes.

 

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Los sirios han aprendido dos palabras que explican su éxodo: war y bombs. El resto lo cuenta la piel de algunos de ellos, cicatrizadas de explosiones, fuegos, balas. Cuál de ellos no quisiera volver a su hogar de hace diez años, cuánto ha cambiado en sus vidas para dejar la siembra abandonada y para siempre. Pero la nostalgia parece una banalidad frente a la adversidad.

 

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Es la historia también de iraquíes y afganos. Un padre muestra dos marcas en el rostro de su hijo de 14 años. Por el lado derecho, debajo de la barbilla, entró la bala. Por el izquierdo, salió. Es uno de los que llegaron a Lesbos. El voluntario de Adventist Help le pregunta cuándo sucedió:

-Hace un mes –responde el padre.

El niño sonríe y el voluntario le dice:

-Bienvenido a Europa.

El niño afirma cuando le preguntan si puede comer. Pero no habla, no puede separar demasiado los dientes.

 

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Hay tantos salvavidas que podrían tejerse y quizás unir ambas costas.

 

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Calor. Ambigua palabra. Al llegar, hacerles entrar en calor. Un niño, con una camiseta que dice “For Peace” tirita. La palabra paz tiembla. No hay ambigüedad, sin embargo, en los riesgos de la hipotermia. Puede matar, sobre todo a los más pequeños. Algunos niños fallecen cuando la barca deambula por el mar, como pasó el 29 de octubre de 2015. La hipotermia se alía con el viento y el agua helada. @toliskrallis reporta las estadísticas de un día de otoño: 242 rescatados, 11 ahogados, 38 desaparecidos. De ellos, ocho niños.

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La barca va a la deriva. El motor no fue suficiente para empujarla hasta el final. Así es como languidece ese trozo de aire empacado en caucho, sin quilla y sin potencia. Los voluntarios de Pro Activa Open Arms se acercan a una de estas pateras. “Sit down, keep calm”, piden. La desesperación podría hacer que ellos también naufraguen. Alguien se acerca nadando. Es un chico, un adolescente, de blue jeans y camiseta, con el característico chaleco naranja.

 

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Algunos tienen la osadía para desenfundar el móvil y grabar unas pocas imágenes durante la travesía. Son, en realidad, muy pocos. Temor al agua salada o a que, al encenderlo, los rastree la guardia turca. Lo hizo Rafiq, cuando se acercaban a la costa de Lesbos. Él intenta transmitir alegría por el triunfo cuando aún están en el mar. Al principio, pocos responden. Se ve a las madres amarradas a sus hijos, con el flotador puesto. A los diez segundos, algunos se animan a remedarlo. Es uno de los pocos testimonios dentro de una patera.

 

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En las redes hay lugar para el proselitismo. Contra Norteamérica (aunque entre Canadá y Estados Unidos han acogido legalmente más refugiados que toda Europa), contra la democracia europea (aunque es el único sistema que permite que individuos se despeguen de las instituciones para salvar vidas en las costas) y a favor de la propia imagen de estrellas de cine (que pisan Lesbos por horas) o de espontáneos que se hacen llamar “ángeles” (y recaudan fondos para sus organizaciones).

 

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Un hombre, Eric Kempson, observa con sus binoculares y cuenta, una mañana en Lesbos, hasta diez botes que se acercan. Calcula que 35 mil personas han llegado a la isla griega en los últimos años. Una mañana pueden ser unos 700, dice.

 

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Los primeros auxilios se practican en el suelo. De la playa, de las tiendas improvisadas. No hay hospitales de campaña, sólo es visible la ayuda de ONG y cooperantes. Un pescador de Lesbos, Panayotis Koutsos, pide que se tomen fotografías que muestren a la gente las consecuencias de traficar con personas, y más en esas condiciones climáticas. Quién es el responsable, clama.

 

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Las noches desapacibles dan paso a un amanecer donde la primera tarea es cubrir con sábanas blancas los cuerpos que han sido arrastrados hasta la playa, como muestra ItvPetra. Algún náufrago llegó con vida, abrazado al cuerpo de su bebé. Recorrió el sendero hacia el poblado con el cuerpecito pegado al suyo. Vestido rosa y chaleco salvavidas de juguete, la bebé yace sobre el césped, junto a la verja, arropada con una toalla rojiza. Quien huía, quien siguió huyendo, la dejó allí, con amor, cuando tuvo suficiente conciencia para darse cuenta de que no era normal que no llorara o no sollozara. O quizás lo sabía desde el mismo momento de tocar tierra pero no quiso abandonarla con los demás cadáveres en una arena que la ensuciaría. Y buscó un lugar más hermoso.

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No previó la segunda parte de la tragedia de la criatura. La encuentra un hombre y una mujer, al que siguen camarógrafos y fotógrafos. El hombre, de chaqueta verde oliva carga, a la niña y se encamina hacia la costa. Antes de llegar encuentra un breve prado al borde de la carretera. Deposita allí a la bebé. Wait a minute, dice. Acomoda el cuerpecito, pero su envoltorio parece no convencerle. La mujer estira una manta blanca. Only the child, indica al hombre, y él le quita las toallas, y coloca a la criatura en medio. Ruido de fondo: los clics de las cámaras que buscan el mejor ángulo. La mujer envuelve mejor al mínimo cadáver, la cubre por completo, incluso su rostro, para acomodar los pliegues y después volver a dejar la carita al descubierto. Más fotografías, mientras el hombre tira más allá el resto del ajuar funerario de quien llevaba consigo a su hijo. Algo más tarde, esta mujer de pelo corto y teñido recoge a la criatura y la abraza y llora con ella, inmóvil. Posa. Poco después, sube a la parte trasera de una pick-up por indicación del chófer, que no quiere que el cadáver viaje en la cabina, y se sienta. Habla griego con otros de alrededor hasta que el vehículo se aleja. Bordean el pueblo y, en otra parte, quién sabe a qué distancia, el show continúa: la mujer deja el cuerpo, esta vez sin descubrir, sobre la arena. Y se sienta cerca. Más tarde, la misma camioneta traerá otro cuerpo de niña, que aguardaba en la cubierta de un barco griego que quizás la sacó de las aguas. Estaba cubierto por mantas de cuadros, pero la pequeña mano, que aprieta los dedos, ha escapado de las telas.

 

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Hay chalecos diseñados para matar. Son falsos salvavidas. Una socorrista de Lesbos explica que, cuando se empapan, la fibra interior se hunde en vez de flotar. Además, si la persona logra mantenerse a flote a fuerza de patalear, la parte trasera hundirá su cabeza, como una mano de tritón, pues el anverso, más corto que el frontal, está suelto y se mece con las olas.

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Moria Camps es uno de los nombres que se convierten en destino. Allí viven los refugiados que pisan Lesbos, en tiendas de campaña y condiciones infrahumanas. Hasta marzo de 2016 era un lugar de paso, donde los refugiados esperaban su traslado a Atenas, y de allí al resto de Europa, casi siempre por cuenta propia. Se hacían invisibles en el continente. Ya no. Desde el 20 de marzo de 2016 es una celda, donde lo único que les aguarda es el viaje de vuelta a Turquía, incluso a los menores sin acompañantes. Channel 4 News da muestra de los miles de desplazados que llegan a Lesbos desde que está en vigor la medida. “Dicen que sus vidas corren peligro si les retornan”, explica el reportero Jonathan Rugman. “No volveré a Turquía”, dice Shafi Ahmad, afgano. Una pared para esa espada que presiona sus pechos.

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En pocas palabras, deportaciones masivas para solicitantes de asilo.

 

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El 27 de enero partía uno de los últimos grupos que llegaban, libres, a las costas griegas de Lesbos. Del campamento Moira, en autocares, al aeropuerto. @welcomelesbos, un grupo de ayuda “a pie de lancha”, graba la despedida de los voluntarios, primer contacto con Europa para muchos de los refugiados.

 

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Organizaciones consolidadas como Médicos Sin Frontera (Médecins Sans Frontières/ Doctors Without Borders) y Greenpeace afrontan juntos esta crisis humanitaria, producto de varios frentes de guerra en Oriente Próximo, en las que participa Occidente. Rescates en el mar y atención en tierra. “Esto no va a parar”, advierte Kim Clausen, jefe de embarcación de MSF. “Europa debe crear un paso seguro para estas personas”. En otro vídeo, añade: “Este paso es corto pero peligroso”. Como isla, Lesbos es también una trampa. Si al llegar sólo se les reserva un billete de regreso a Turquía, dejarán de optar por el trayecto más corto. En las precarias condiciones de navegación, unas millas más podría representar la muerte segura.

 

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Las imágenes de la desesperación: una mujer se lanza al mar para alcanzar la embarcación de MSF que se acerca a ayudar. Deja atrás a niños que merecen la prioridad en el rescate. Pero con su salto no alcanza la otra embarcación. Cae al agua. Grita con histeria. “Relax”, le aconseja un voluntario. La ayuda y proceden a pasar al bote seguro a los niños. Decenas por barco. Es enero de 2016. Contrarreloj, aunque los que esperan en los terrenos baldíos de Turquía no lo sepan. O sí. En otra barca a la deriva, los pasajeros se esfuerzan por sacar el agua con las manos. Se hunden, el aire de las boyas del dingui pueden con un peso máximo. Rebasarlo es irse a pique.

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Europa pagará 6.000 millones a Turquía, la mitad en un convenio de 2015 para que fortificara sus fronteras y la otra mitad desde marzo de 2016 a cambio de que las abra a los que son expulsados durante las deportaciones masivas que emprenden desde ese mes. De hecho, con esta política a los desplazados por la guerra se les deja de considerar refugiados o dignos de asilo para convertirse en inmigrantes ilegales. O peor, pues su devolución es sólo al lugar más cercano, donde no tienen arraigo alguno.

 

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En marzo se conocieron en Lesbos las condiciones del nuevo acuerdo entre Europa y Turquía y las personas en Moira protestaron, sentadas, con consignas para la apertura de fronteras. “Shame” o “We are humans” estaban escritas en sus pancartas, como más tarde, con los atentados cometidos por yihadistas en Bruselas, escribirían “Sorry for Brussels”, incluso en la piel de los niños. Los niños, esos que tanto cautivan a las cámaras y televisoras de Occidente.

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El rumor se adelantó, como siempre. El 19 de marzo un gran barco, tipo ferry de la empresa Aneek Linee, esperaba en el puerto de Lesbos. Los refugiados de Moira y Kara Tepe se irían en ellos.

 

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La respuesta a por qué cruzan, puede ser muy sencilla y, al mismo tiempo, incomprensible para quien no ha vivido el horror, el asalto de la violencia, la inexistencia de un refugio. Shaham Noh, una joven retenida en otro campamento de Lesbos, Kara Tepe, explica que prefiere morir cruzando a Europa a permanecer en Iraq, donde podría estar ahora mismo en manos del ISIS. Es marzo de 2016 y ya sabe que podría retroceder a Turquía, gracias al acuerdo en vigor desde el día 20 de ese mismo mes.  “¿Cómo puedo volver al infierno?”, dice en perfecto inglés.  “Prefiero morir aquí. No sólo yo: todos los que estamos aquí. Chicas y chicos (…) No somos animales. Somos gente educada. No queremos más estudios. No queremos vuestro dinero. No queremos nada de vosotros. Sólo salvar nuestras vidas. Por favor, no queremos volver”.

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Las deportaciones ya comenzaron. Se hacen de noche y los expulsados suben al ferry por la compuerta reservada a los vehículos. Van de dos en dos, pareciera que las parejas caminan de la mano. Van esposados, cada uno con un flácido petate en la mano libre. Una grabación clandestina que se comparte en las redes denuncia el madrugonazo a los derechos humanos. A paso rápido, espoleados por los agentes policiales, se pierden en el iluminado culo del barco. En 15 segundos, lo que dura el vídeo, se cuentan 16 deportados. Han pasado dos días desde que entrara en vigor el tratado y las devoluciones han comenzado. Son, pues, inmediatas. En 48 horas no se sustenta un caso de asilo. Sólo en Moira aguardan su suerte unas 600 personas. En total superan el millar en Lesbos, incluyendo niños con o sin padres.

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Cuando las banderas europeas ondean hoy la fuerza y la vergüenza, los desplazados por la guerra embarcan hacia Turquía sin chalecos salvavidas.