Durante esos años en la isla de Margarita encontré en el camino de arena, más que en el de las aulas, maestros que dejaron huella en mi carácter. De forma parecida a como lo narra Conrad en «El espejo del mar», había los que impartían seguridad, los que podían apreciar los medios y los fines, los que sabían eludir y los que sabían embaucar. Entre ellos recuerdo a uno, hijo de un capitán de puerto del oriente del país, estudiante de Navegación y Pesca, gran parlanchín, que tenía el sueño de asombrar con sus capturas de peces. Me entusiasmó la idea de construir las nasas más grandes jamás conocidas, e invertí todo el dinero que tenía en comprar cabillas de acero capaces de servir de esqueleto a las trampas marinas y alambres para envolverlas, con las que se hubiera podido vallar un campo de fútbol. Visitamos el taller de un herrero y en el suelo de cemento dibujamos con tiza la nasa que queríamos. El herrero se sorprendió y aceptó el trabajo. Dijo que mínimo demoraría dos semanas en entregarnos dos de esas supernasas. Ahora sólo faltaba el peñero y el motor en que saldríamos a faenar, que suponía la inversión de mi «socio».
Me dijo que conocía a un capitán en Boca del Río, en la otra península de la isla, que debía algún favor a su padre y que con gusto nos cedería un barco y un motor. Esa misma noche caminamos hasta la carretera y esperamos a que alguien nos llevara. Subimos al carro de unos desconocidos que fumaban marihuana y parecían querer llegar hasta donde se acabara la ruta. En la carretera sin luces y sin caseríos a los lados, atravesamos el istmo y llegamos a la entrada del otro pueblo, puerta de entrada a uno de los extremos de la fosa de Cariaco, uno de los grandes abismos del planeta. Llegamos, caminamos por las calles de salitre y tocamos el timbre de una casa de familia. Nos abrieron e invitaron a pasar, nos escucharon, nos prometieron un peñero, nos invitaron a cenar y a beber cerveza, rememoraron algunas aventuras del mar, nos brindaron un sitio donde dormir. Al día siguiente vimos un partido de béisbol entre dos equipos del pueblo y nos llevaron de regreso a Punta de Piedras. Ya contábamos con la embarcación pero aún faltaba el motor. Mi socio prometió conseguir un 80 caballos antes de que estuvieran listas nuestras artes de pesca hiperbólicas. La tarde siguiente esta aventura era tema de conversa en el malecón, casi leyenda.
Los hombres de mar necesitan crear titanes para igualar a los monstruos y las sirenas que acechan en la marejada. No mienten. Al llegar a tierra, lo sucedido en medio del agua es real. Nadie contradirá lo que se percibe en la mar, en femenino, como la llaman tantos pescadores, y de donde se hace una épica a partir de una aventura, para alumbrar símbolos y referentes. Como Melville y la ballena blanca o los esclavos emancipados del Benito Cereno. Como Conrad y su línea de sombra, que a todos alcanza.
Esta historia de los dos jóvenes que construyeron las dos nasas más grandes nunca vistas, y que confiaban en la fuerza de sus brazos para levantarlas desde un pequeño bote de madera donde no había espacio para apoyarla sin volcar, no pervivió en la memoria colectiva. El desenlace sucedió antes del comienzo: el motor no llegó, las nasas se perdieron.
Así son las enseñanzas del mar. Construidas en acción, de carácter introspectivo, sin moraleja, sin aspaviento. Como la del viejo de Hemingway. Lo que se aprende del mar es lo que sucede cuando avanzas un metro más allá de tu capacidad, cuando domesticas el miedo y la exaltación, cuando apacientas la mirada para encontrar la grandeza de lo minúsculo, más que el sentido de lo extraordinario. El hombre que trabaja en el mar no busca récord alguno, como sí lo hace el que navega o pesca por deporte. Después del desembarco no busca la foto ni el trofeo.
La escuela del mar alecciona por medio de la satisfacción de reunir el valor para retar la vastedad del océano, lograr un metro más allá de tu capacidad para sumergirte, vencerte a ti mismo y guardarlo en silencio. Bajo el océano no hay testigos. Y aunque televisaran esas hazañas invisibles, pocos entenderían lo que requiere la gravedad cero, a menos que lo viva. Lo aprendido convive en lo íntimo. De aquella época, de ese gran viaje iniciático, no tengo ni un retrato, ni mío ni de mis amigos. Más que imágenes ya guardo sensaciones.
Cuando me inscribí en la carrera de Oceanografía no sabía nadar. Comencé a vivir en una isla, Margarita en el estado Nueva Esparta en Venezuela, sin haber tenido más que unos pocos días de vacaciones escolares en una playa. El instituto tecnológico donde estudié quedaba en un pueblo cercado por una costa sin arena y un gran manglar, llamado Punta de Piedras. Al lado del cementerio, al final del pueblo, estaba el Instituto de Tecnologías del Mar –IUTEMAR– y acogía a los expulsados de la marina mercante y a otros que, como yo, sólo sabían que no querían permanecer en sus ciudades y que preferían trabajar sin un techo encima.
Con el tiempo entendí que de eso trata el misterio del océano: de la confrontación conmigo mismo y con forzar mis límites. Llegué a acostumbrar a mis ojos a ver sin visor y distinguir en la bruma salina. Perdonar la vida de un pez en la mira del arpón. Aguantar la respiración tantos minutos como fuera necesario para llegar al fondo del mar sin equipo alguno, recoger las piezas y ponérmelas a veinte metros de profundidad, o a saltar del barco y llegar a nado a una tierra que aún no se perfilaba en el horizonte para certificarme como buzo por la Confederación de Actividades Subacuáticas, CMAS, lo que me hacía ver por encima del hombro a los afiliados a los turísticos NAUI o PADI.
Al inicio, con 17 años apenas cumplidos, no quería que esos compañeros recién conocidos conocieran mi debilidad frente a ellos: ser un analfabeto del mar, haber descubierto su vocación al cultivar peces cíclidos en un enorme y rústico acuario. En el mundo del que provengo los débiles no sobreviven. Por si acaso, lo primero que empaqué y que durante mucho tiempo guardé bajo la cama fue un bate de béisbol. Mi capacidad acuática consistía en lanzarme de cabeza sin romperme la espina dorsal y recorrer bajo el agua lo suficiente para llegar al borde de la piscina. Así que aprendí a nadar tirándome desde el muelle más cercano a mi habitación de estudiante, a horas en que nadie más había por allí. Luego ascendía a la seguridad de la plataforma de cemento por una escalera de neumáticos, recubierta por bivalvos y esponjas en su parte inferior, y de salitre que la emblanquecía en su segunda mitad. Poco a poco alcancé las destrezas de mis compañeros.
Ellos jugaban waterpolo en mar abierto, pisaban erizos sin hacer una muesca, bebían una botella de ron casi sin respirar, perseguían un mero guasa de 200 kilos con un arpón amarrado a una boya, transitaban sobre las dunas en Jeep descapotados para alcanzar playas vírgenes, hablaban el lenguaje de las olas. Había muchas formas de medir las fortalezas individuales. Ya sea que se hubieran criado entre autocines urbanos o entre los peñeros de sus padres, demostrarían, con el tiempo, que eran hombres de mar. Impregnándose de esa sal, permitieron que aflorara la actitud que se forja arrostrando el océano y que no se pierde más tarde, cuando te alejas de él.
Quien llegaba a vivir tan lejos de todo, llevaba a cabo una búsqueda interior. Había subido, más que a un avión, a un clíper que navegaba mientras se incendiaban sus velas. Varios años después, sobrevivir al mar nos había tejido, a mis compañeros y a mí, de alguna forma, como un cinturón de salvavidas o un largo cabo de nudos. Y como una heterogénea masa de plancton, flotábamos.
Supe identificar foraminíferos, hacer batimetrías, preservar muestras biológicas, distinguir a las especies hembras de machos a simple vista, reducir el canibalismo de los camarones, dibujar en papel milimetrado figuras geométricas que resultaban de ecuaciones matemáticas, identificar las constelaciones, comprender los tsunamis y el misterio de la Artemia salina, medir los aspectos químicos del agua… También aprendí a vivir y me empeñé en pegar primero. Antes de abandonar la vida del mar por completo, para sumergirme en el periodismo, asistí a un funeral de féretro blanco y cerrado.
El cuerpo de quien había sido uno de mis primeros amigos en la universidad estuvo perdido varios días, atrapado bajo una laja. Cuando le conocí cuatro años antes, caminaba ladeado, como si su parte izquierda pesara más que la otra. En una inmersión se había reventado el tímpano. A pesar de ese trance, continuó contradiciendo todas las reglas básicas del buceo. Poseía un buen equipo completo pero, para mantenerse más tiempo bajo el agua, hacía apneas, y en sus incursiones con arpón contravenía la legalidad y la sostenibilidad ecológica al hacerlo con bombona de oxígeno. Además faltaba a la más mínima prudencia y descendía solo, con la complicidad de un hombre que lo llevaba en su barca hasta los puntos marcados por la experiencia. Y un día no salió. De la universidad salieron grupos de búsqueda con afán y desorganización. El punto donde se ahogó era apenas una sospecha indicada por el hombre que había permanecido en la superficie. Fueron varios días tras ese cuerpo cuyos pulmones no aguantaron más y estallaron. Era un destino anunciado. Él lo sabía. Un día me lo dijo. A ambos, a él y a mí, una bruja, distinta en cada caso, nos había predicho una muerte temprana por ahogamiento. En su caso, no falló. En el mío, quizás no supo interpretar que esa muerte se encadenaba a otra vida surgida también del océano, al cruzarlo sin retorno para dedicarme a la escritura.
La carrera que cursé en aquella primera vida se llamó Oceanografía y Acuicultura. La estudié en un país donde había un solo buque oceanográfico y era militar. Donde se miraba con ambición hacia las camaroneras ecuatorianas que parecían el nuevo oro de las Américas. Donde el agua dulce llegaba a cuentagotas y la gente la almacenaba en bidones y tanques. Donde había más bares de billar y rocola que libros. Donde se decía que quien bebía un lunes, bebía toda la semana. Donde el fin de la faena de los pescadores, poco después de amanecer, se sellaba con anís y limón al borde del malecón. Donde oficialmente debías aprobar dos semestres de física, matemáticas y química puras antes de llegar a asignaturas como biología marina. Donde salías de campaña de pesca sin víveres y sólo te alimentabas si pescabas algo. Donde cada año sucedían un par de muertes por envenenamiento con el hígado del corrotucho (Diodon holocanthus, también conocido como pez globo).
Una mañana, salimos a pescar con anzuelo y sólo picaba el corrotucho, pez que se infla como defensa y advertencia. Su hígado, más grande de lo usual en otras especies de su tamaño, es mortal. Produce tetradotoxinas, un potente veneno neurotóxico que ocasiona insensibilidad nerviosa y parálisis muscular. Durante mis primeros días en Punta de Piedras observé de lejos el entierro de un niño, víctima de su ponzoña. Alguien me dijo, como explicación, que bastaba una pequeña dosis, incluso dispersa en su blanca carne. A la procesión se había sumado gran parte del pueblo.
Durante esa mañana de pesca, picó un corrotucho, inflado y con las espinas erizadas. Como a los otros, lo inmovilizamos para soltar el anzuelo y devolverlo al agua. Sin embargo, el sol y el hambre comenzaban a golpear la cabeza. Como por distracción, a falta de un bagre o una lisa para limpiar, acabamos con la agonía del animal y con cuidado comenzamos a limpiarlo. Con el cuchillo separamos dos filetes rotundos y blanquísimos del hígado, intestinos y demás vísceras. Suficientes para el almuerzo. Convencidos de que no se había contaminado aquella carne, fuimos a casa de un conocido que disponía de cocina. Preparamos allí el corrotucho y lo comimos, sincronizando el primer bocado. Aguardamos alguna reacción. Vencido el miedo, nos hartamos de esa deliciosa carne que los japoneses conocen como fugu.
Cuáles eran los límites, frente a lo ilimitado del mar. De la mar también como metáfora de la juventud. En el malecón de Punta de Piedras empecé a hablar con esa masa inquieta y negruzca en las noches sin alumbrado y sin luna. Mirar su soledad, la que los marinos conocen desde que perdieron la costa de vista y que anida dentro. Un océano propio que lleva consigo su naturaleza y soledad. Ese mar propio inunda de vez en cuando el pecho, oscurece la tierra firme, desgarra la vida del hombre de tierra. Lontananza. Horizonte. Inmensidad. La vastedad del alma.
Me despedí del mar al final de un reportaje sobre la relación entre delfines y pescadores. Ya en la brecha periodística, dedicado a temas que tuvieran relación con la oceanografía, una ONG divulgó la captura de un delfín por parte de pescadores artesanales venezolanos. Afirmaba que era práctica común. Habiendo convivido con algunos de ellos y amistado con gente de mar oriunda de la costa venezolana de oriente a occidente, sabía que no. Conocía de su afición por la tortuga, otra especie en peligro que tiene una cruel muerte si se la divisa desde el peñero; también del enorme desperdicio que hacían del tiburón, del que nada más comían las aletas; de la captura de langostas diminuta incluso en meses de veda, o de la práctica de la arrastropesca, que devasta el fondo marino. Pero matar delfines, no. Así que busqué a antiguos compañeros e indagué en las costumbres para encontrar, si es que existía, la grieta que justificara tal práctica que comenzaba a alarmar a los urbanitas que se habían criado viendo Flypper en la televisión. El reportaje desmintió aquel vídeo que había sido divulgado, y según se supo más tarde también producido, por esa ONG, contratando a aquellos que buscarían y matarían al cetáceo.
Cuando ya terminaba el trabajo periodístico, tenía todo preparado para meterme a bucear en el mismo sitio donde había hecho mi primera inmersión prolongada: frente a la isla de Cubagua, donde los ferrys hundidos se acumulan uno encima de otro. Tres de esos transbordadores servían de semillero para corales, esponjas, invertebrados, peces y todo tipo de vida, muy cerca de Nueva Cádiz, la primera y efímera ciudad americana, cuyas perlas desafiaron la sequía permanente. Ahí, mecido por el peñero que había soltado el ancla, con la botella de oxígeno y el regulador preparado, renuncié al mar y eché una siesta al sol, como un jubilado antes de tiempo.
Texto para “Océans – Le poumon bleu essoufflé”, en Primavera Latina. Museè des Confluences, Lyon, abril de 2016.
(c) fotografía: Luis Triana