Una disección a «El adversario» de Emmanuel Carrère
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Un dios pequeño y entrometido
Jean-Claude Romand, cuyo crimen sirve de narración central de «El adversario», protagonizó un proceso judicial que interesó a la prensa francesa: al asesinar a su mujer, hijos y padres se inició una investigación policial que pronto demostró no sólo su culpabilidad, sino también que había engañado durante años a su familia y amigos, haciéndose pasar por médico sin siquiera haberse graduado y estafando a su círculo íntimo para mantener un alto nivel de vida. Fueron esas mentiras continuadas lo que distinguió su historia del resto de crímenes similares. Al público le cautivó: Romand bien podría ser el buen vecino de la casa contigua.
La fortaleza de «El adversario» se encuentra, principalmente, en que Emmanuel Carrère se aproxima a la historia desde ese ángulo, el del engaño singular de quien aparenta una vida respetable. Pero el solitario protagonismo de Romand no le basta al autor. Sin preámbulos, Carrère traza desde la primera página lo que pretende construir con su escritura: una historia paralela entre aquel crimen y su propia vida. «Autoficción», aplaude el mercado literario. «Mientras Jean-Claude Romand mataba a su mujer y a sus hijos, yo asistía con los míos a una reunión pedagógica (…)». Una frase que también permite calibrar la intensidad de una y otra trama. La del criminal y la del autor, autorrepresentado en su propia escritura como escritor y antagonista (adversario). En el fondo, una es singular y patológica, y la otra, anodina y fatua. Sin embargo, a pesar de su carácter inane, Carrère reniega a borrarse. Reniega incluso al segundo plano. En esas quince líneas de prefacio —una especie de declaración artística— nueve corresponden a la labor de Carrère, dos a Romand, cuatro son compartidas. Carrère no oculta, pues, sus intenciones: en esta obra se impone el Yo del autor, o lo pretende. Desplazar la historia «central» con su cotidianidad irrelevante. Lo insustancial sobre el drama. Lo banal que camufla la tragedia y la rebaja: la hace digerible, incluso anecdótica.
Si la primera clave de la autoficción que practica Carrère en «El adversario» es el paralelismo entre un hecho social relevante y la vida del autor (conjuntadas a la fuerza), la segunda podría ser el abuso de la omnisciencia. La figura del narrador omnisciente es un artificio de la ficción. Sólo un ente superior puede entrar en el interior de la persona convertida en personaje. No otro personaje de la trama, menos un autor que se transforma en parte de la narración con un rol periodístico en el terreno. Al hacer crónica o reportaje ese cronista sólo puede expresar lo que los personajes o sus fuentes exteriorizan, y jamás sabrá si encierra verdad esa confesión —para leer una obra donde el cronista se cuida de caer en la omnisciencia, «Hiroshima» de John Hersey—. De ahí que la omnisciencia sea artificio del terreno de la ficción. Los testigos dicen o gesticulan lo que pensaron, lo que sintieron. Para mantener el pacto de veracidad sellado con su lector, el periodista renuncia a la versión directa del testigo y reconstruye una propia a partir del contraste de versiones y de la investigación de campo. ¿Es «El adversario» una crónica, una obra de no-ficción?
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Periodismo de invención
El uso del narrador omnisciente hace que «El adversario» esté, por tanto, en la zona de la ficción plena, y no en una franja indefinida, cuando aborda la historia de Romand con esa licencia plenipotenciaria. Carrère no es un periodista; es un fabulador. Pero disfraza su prolijidad inmóvil de teclista de escritorio al intercalar su invención con hechos sucintos, lo que produce un espejismo, el de ver a un reportero. Más adelante fijará su posición y despreciará el trabajo reporteril puro [«sólo aflorarían hechos» (p. 28)]. Así, hasta la página 22, se recrea la versión de Luc Ladmiral entremezclada con recortes de periódico. Ladmiral era el mejor amigo del criminal, y Carrère decide empezar la narración desde su perspectiva, aunque pronto abandona ese punto de vista y no vuelve a retomarlo. Como se verá al hacer un recuento del libro, Ladmiral es una de las pocas fuentes directas de Carrère, y quizás la más pródiga.
Ese espejismo se hace más nítido debido a que Carrère acude como periodista al juicio y el mercado literario ha magnificado esta asistencia, común en la profesión, debido, por una parte, a la propia labor del autor (el título, mostrarse cercano al asesino sin dar datos exactos) y a haber entablado una comunicación epistolar con él que finalmente le autoriza a almacenar los papeles del sumario del juicio en su propia casa, con la intención inicial de usar la información de las diecisiete cajas en la redacción del libro pero que luego confiesa que no llega a abrir ninguna.
Carrère no escribe sobre el alcance real de esa relación pero, aunque parece cercana, ambigua, confesional, en realidad «sólo fui a verle una vez» (p. 162). Ante un mundillo cultural que menciona ambas cuestiones con asombrosa épica, tanto en entrevistas como en reseñas, surge la duda: ¿Carrère ficciona también esa relación para magnificarla gracias a los silencios? ¿Utiliza las lagunas de su relato para engrandecer, para dejar creer, que aquella relación realmente fue significativa? ¿En serio le afectó y atormentó tanto como deja entrever? ¿Es esa emotividad parte de la ficción y la autorrepresentación?
La relación entre autor y protagonista empieza por iniciativa de Carrère, quien le escribe con delicadeza y tacto: «La tragedia de la que usted ha sido causante y único superviviente» —como si Romand hubiera conducido ebrio en vez de apuntar a la cabeza de sus hijos y padres—. Prosigue: «Lo que usted ha hecho no es, a mi entender, la obra de un criminal ordinario, ni tampoco de un loco, sino la de un hombre empujado hasta el fondo por fuerzas que le superan». No se pretende aquí hacer un juicio moral al autor, pero sí mostrar la flaqueza de la autoficción en «El adversario»: entremedias a estas dos frases lisonjeras surge la vocación narcisista que empaqueta el texto: «necesito saber qué sentimiento le inspira este proyecto. ¿Interés, hostilidad, indiferencia? Puede estar seguro que, en el segundo caso, yo desistiría» (pp. 28-29). [No escatimará tampoco alardes para sus notas publicadas en Le Nouvel Observateur: con un solo artículo ya otros periodistas le admiraban: el «viejo lobo» le servía, la «bonita reportera» le sonreía (p. 37) ni para su novela «Una semana en la nieve» —otra obra pobre de estilo, repleta de clichés y de estructura ligera cuyo mérito es un giro epifánico en el desenlace—].
Sus letras rezuman honestidad. Carrère es honesto, sí, pero utiliza esa honestidad para exculparse —con la estrategia de reconocerse humano más que ingenuo—. Surge aquí una tercera clave de la autoficción: la permanente autoindulgencia; el fingimiento perpetuo. «Esta historia y sobre todo mi interés por ella más bien me repugnaban. Por otro lado, no iba a decirle que no, que ahora ya no deseaba conocerle» (p. 32). La autoindulgencia se transforma en autocompasión cuando reconoce sus errores: «Pero retrospectivamente me percato de que enseguida le adulé adoptando aquella gravedad envarada y compasiva y viéndolo no como a alguien que ha hecho algo horrible, sino como alguien a quien le ha sucedido algo espantoso, el juguete infortunado de fuerzas demoníacas» (pp. 32-33). O cuando muestra su incertidumbre: «Pensé que escribir esta historia sólo podía ser un crimen o una plegaria» (p. 172).
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La mística del elegido
Hablamos, pues, de una novela. Una novela con dos tramas cruzadas, como se ha dicho, la del crimen y la del autor que aborda el crimen. La del autor convertido en protagonista se basa en su experiencia y disquisición y está narrada en primera persona. Mientras que la que recrea el crimen se basa en testimonios enhebrados y expuestos por un narrador en tercera persona, focalizado la mayor parte de las veces en Romand y que, por tanto, sabe qué piensa y siente el sujeto de la acción. Además, es la intención del autor: «Lo que quería saber realmente: lo que había en su cabeza aquellos días que supuestamente pasaba en su despacho (…)» (p. 28).
El uso de verbos que atribuyen poder omnisciente —pensar, saber, sentir, presentir, etc— recae a discreción en cuanto personaje participe en la trama, sea destacado por su nombre propio, como Luc Ladmiral [«despertaba en la cabeza de Luc», «Luc comprendió entonces y sintió un inmenso alivio», «Se preguntó si se acordaría» (pp. 12-13)] o sean apenas secundarios [«los gendarmes no lo sabían todavía», «los gendarmes no sabían» (ambas en p.12)]. Este narrador llegará incluso a saber lo que pensaba y sentía la mujer asesinada [«La conmovió que su marido (…) hubiese preferido sacrificar su bienestar que participar en una injusticia» (p. 108)].
Al uso indiscriminado de la omnisciencia —señalado por autores como David Lodge como error de principiante («El arte de la ficción», 2002)— se suma el desatado recurso del lugar común y la frase hecha: «Todo el mundo les quería» (p. 12), «Todo el mundo estaba al corriente» (p. 35), «un gemido que helaba la sangre» (p. 42), «las malas lenguas dicen» (p. 51). Tanto, que el propio autor se justificará [«comprendí cuánta verdad se encierra en otras expresiones hechas» (p. 42)] sin dejar de abusar de ellas; por el contrario, convierte la debilidad en vanagloria. En este sentido, «El adversario» puede ser un compendio útil sobre cómo camuflar las carencias, no sólo en la redacción y su poética, sino en el campo y su investigación; en la profundidad del relato.
A partir de esa cuarta página, los verbos de la omnisciencia harán algo más que salpicar el texto. Convertirán al narrador en un dios pequeño del universo que no inventa —las toma de la realidad—, mientras insiste en equiparar su rutinaria, incluso anodina, existencia con la del personaje principal. No hay que leer demasiado para que este objetivo llegue al paroxismo. En la página 25 empieza un capítulo donde Carrère, ante la insignificancia de la trama del Yo, escarba en su normalidad. Encuentra en la agonía de «una de las mejores amigas de una de nuestras mejores amigas» una experiencia lejana pero que maniobra para hacerla cercana; trágica pero común que exacerba para realzarla. La amiga de la amiga, que tenía sida, sufrió graves quemaduras y murió una semana después. Para entonces Carrère escribía una biografía (y es la segunda vez que la menciona en este puñado de hojas) y «fumaba y bebía mucho, tenía continuamente la impresión de que me iba a despertar sobresaltado» (ojo: no se despertaba, sólo tenía esa impresión…). Y así, él, que no era nada de aquella mujer agonizante, sólo uno de los mejores amigos de una de sus mejores amigas, pero que ni la cuidó o tan solo visitó, tuvo una conexión paranormal con su espíritu en el momento en que abandonaba su cuerpo. Este episodio de delirio místico, escrito probablemente con la intención de reforzar su autorrepresentación de «elegido», palabra que usará él mismo más adelante, bien merece citarse:
«(…) no creo haber experimentado en toda mi vida una sensación semejante de malestar físico y moral (y malestar es una palabra débil); sentía ascender en mi interior y reventar, dispuesto a sumergirme, el pavor innombrable del enterrado vivo. Al cabo de varias horas, todo se desató de golpe. Todo se volvió fluido, libre, me percaté de que lloraba, con gruesas lágrimas calientes, y era de alegría. Nunca había sufrido tal sensación de malestar, nunca he sentido una sensación de liberación semejante. Permanecí un momento, sin comprender, bañado en una especie de éxtasis amniótico, y luego comprendí. Miré la hora. Por la mañana llamé a Elisabeth. Déa había muerto. Sí, un poco antes de las cuatro de la madrugada».
Y a continuación, una de esas oraciones de estilo precario y descuidado que caracteriza esta obra: «Romand, todavía en coma, era el único que no sabía que estaba vivo y que sus familiares habían muerto por su mano». Podría desglosarse en dos enormes traspiés del narrador: una, Romand «no sabía» que estaba vivo (cómo puede asegurarlo el autor-narrador aun cuando haya vivido esa experiencia religiosa); dos, Romand «no sabía» que había asesinado a su familia (aunque más adelante se cuente que sí, que se aseguró de que estuvieran muertos).
A pesar de su reticencia, «repugnancia» escribe Carrère, acepta encarar la escritura de la obra por una razón: es el elegido. «Entendí que contaba más conmigo que con los psiquiatras para hacerle inteligible su propia historia, y más que con los abogados para hacerla comprensible al mundo». Su misión, entonces, es difícil e irrechazable, y aceptarla le permite reafirmarse en la autocompasión: «Esta responsabilidad me aterraba. Pero no era él quien había venido en mi busca, yo había dado el primer paso y consideré que debía atenerme a las consecuencias» (pp. 33-34). «Y me veía elegido (sé que enfatizo, pero no veo la manera de decirlo con otras palabras) por aquella historia atroz, en sintonía con el hombre que había hecho aquello. Tenía miedo. Miedo y vergüenza. ¿Todavía había tiempo de huir? (p. 36)».
Pero no rehuye. Carrère, esa divinidad, «sabe» lo que piensa, lo que siente Romand [«Sabía desde el principio que la conclusión lógica de su historia era el suicidio. Lo había pensado muchas veces sin reunir el valor de dar el paso» (p. 104)]. Y asume su omnipresencia.
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Un escritor cautivo
Por fin, en la página 39 empieza la historia del criminal. Hasta la 58 se lee una aproximación a Romand, su infancia, sus estudios, su vida familiar, en la que el autor reafirma la existencia de traumas infantiles para intentar componer una personalidad enfermiza, quizás hereditaria [«las casas de los demás eran más divertidas que la suya» (p. 41), «pasar el resto del curso escolar enclaustrado en casa de sus padres» (p. 45), «esta admiración (por el oficio familiar) había tropezado con el desdén de burguesitos de buena cuna» (p. 47)].
Hasta avanzada la narración, Carrère no expone fuentes ni referencias (la primera referencia a algo que no sean sus propios libros está en la página 59: la película Los cuatrocientos golpes, aunque obvia a Truffaut). En las ocasiones que muestra sus cartas, desvela que algunas escenas han sido contadas por el abogado defensor o por Romand durante el juicio. Carrère las da por ciertas, sin inquirir, sin contrastar, y asume la redacción de esta versión como propia.
Esta trama novelesca está basada no en hechos reales, sino en una segunda gran falsedad (la primera es el supuesto paralelismo en las vidas del autor y el criminal): los datos y acciones provienen de la declaración de un mentiroso compulsivo, como queda demostrado durante el proceso, pero al que el autor le otorga plena credibilidad. Más que «comprender», Carrère justifica: «experimentó, como cualquier persona sensible que sube por encima de la gente de su medio, la pesadumbre de traicionar a los suyos, aun colmando sus esperanzas más queridas» (p. 47).
Cabe la posibilidad que el sociópata jugara con el escritor, algo que no asoma entre líneas de «El adversario» y que Carrère no asume como posibilidad ninguna vez, así como tampoco da credibilidad a la tesis del fiscal, aunque sí la menciona sin ahínco, de que los asesinatos se cometieron porque su esposa había descubierto la falsedad de su vida y que nunca hubo intención suicida, sólo una farsa más. La narración se sitúa en todo momento desde la perspectiva del asesino. Rebusca en las circunstancias para eximirlo. No es éste un juicio moral, repito: es un juicio a la técnica literaria y su empleo para que lo contado, según desde qué punto de vista, diga una cosa o la otra. Convierta a un personaje en victimario o mártir —y en este libro, a dos: Romand y Carrère—.
A partir de la página 59, al fin, ahora sí, después de ese falso inicio de veinte páginas antes, empieza el relato del crimen y sus motivaciones. Es una prosa simple y lineal, en la que incurre con menor frecuencia en la omnisciencia [«No se atrevía a decirle la verdad, prefería morir que defraudarla», «Esos sueños despiertos poblaban su soledad» (p. 92)]. Es aquí cuando entra en la mente de la mujer asesinada [«Florence no sospechaba que el dinero venía de la casa de su madre ni que él se lo gastaba en París con mayor largueza todavía» (p. 93)], lo que ratifica cuán entregado estuvo el autor a la versión del asesino o a su propia suposición sin asidero.
El desenlace comienza en la página 117, con el preludio del crimen, y pueden ser las mejores líneas de la obra, porque el autor se omite y se limita a la reconstrucción de hechos, la escenificación macabra. Retoma luego el juicio, en el que se desmonta a Romand, y aquí, aunque tarde, se deja de escuchar su eco, su voz en la narración. Por último, el regreso al Yo, en una especie de adenda que reproduce un intercambio de cartas entre Carrère y Romand, con toda la carga de egocentrismo, autocompasión e indulgencia, que bien podría ser prescindible, así como un buen puñado de páginas iniciales. La obra se debilita al ser rehén del autor, un autor cautivo de sí mismo.
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Elegía al verdugo sin canción
Quien elogia «El adversario» no debe haber leído (completa) «La canción del verdugo», de Norman Mailer, esa sí una obra maestra sobre un asesino, en la que el autor reconstruye el crimen, con gran maestría para mantener al lector siempre en vilo, y el proceso judicial que siguió con rigor y minuciosidad —ni tampoco leído «Ifigenia en Forest Hills» de Janet Malcolm—. Carrère explica al principio que quiere «comprender» la mentalidad del asesino y estafador, que los hechos no bastan, pero el grueso del libro es un resumen, con estilo de teleserie, del juicio. Sin gran redacción, sin literatura. También carece de una investigación de campo relevante y la novela se construye, según lo que se deduce de su lectura pues carece de referencias, sobre las versiones de los testigos del juicio, de Luc Ladmiral, del abogado defensor y alguna correspondencia con el reo, más bien escasa, si es la que se reproduce en el libro, o infructuosa, si la totalidad no se incluye. Resalta así una cuarta clave de esta autoficción: la superficialidad. Sólo puede compararla con «A sangre fría», como injustamente se insiste desde la publicidad del libro hasta la crítica de los suplementos culturales, quien conoce la obra de Truman Capote de oídas, o por la película «Capote» de Bennett Miller, más inspirada en una biografía que en ese título.
La disección de esta obra concluye. Emmanuel Carrère es diestro para completar folios con pajas imaginarias (p. 49). Hacer afirmaciones peregrinas [«difícil imaginar que Jean-Claude y Florence Romand estuvieran unidos por un lazo erótico muy dichoso; de haber sido así, su historia no habría sido la que fue» (p. 52) o «Un mentiroso, por lo general, se esfuerza en ser verosímil: como lo que contaba no lo era, debía de ser cierto» (p. 54). Ponerse a sí mismo de ejemplo de actuaciones que ninguna relación guarda con la otra historia (p. 55). Pregonar filosofía barata —prolijo es, en este sentido, su ensayo «El reino» [«Una mentira, normalmente, sirve para encubrir una verdad, algo vergonzoso, quizá, pero real» (p. 77)]. Esculpir cursilerías [«Ninguna mujer accedería a besar a aquella bestia que nunca se transformaría en un príncipe encantado» (p. 92)].
Carrère construye un universo sesgado y privado de polifonía, en el que pretende la exploración del ser humano desde la ignorancia filosófica, la pereza intelectual y la indisposición a la investigación, sea académica o de campo. Es una escritura popular, poco exigente para el lector, artificiosa en su empatía, centrada en lo somero. Ante la carencia de información abunda en detalles fatuos que, en la parte más periodística del libro (pp. 59-138, la reconstrucción de hechos) resulta un texto estándar del cronista que nada descubre, que no arroja noticia, que no remueve conciencias ni gobiernos, que se sujeta a la nadería. Una historia para el público de Reader’s Digest (Selecciones). Un libro para aumentar la inopia de nuestro tiempo. Un compendio de cartas de alguien al que nada le sucede —para leer una gran obra memorística epistolar, «Memoria por correspondencia» de Emma Reyes—. Una aclamada «autoficción» cuya fascinación quizás se deba a esa ligereza encubierta de intelectualidad.
Emmanuel Carrère. «El adversario». Anagrama, Barcelona, 172 pp.