Existen sonidos bajo el mar. El sustrato se mece con la corriente subacuática y provoca un soporífero ruido blanco que se mezcla con las señales que emiten algunos animales, como las langostas que viven en las rocas del Caribe. También los cascos de los pecios naufragados hablan y señalan por qué camino recorrer sus entrañas desgastadas. Se aprende a diferenciar e interpretar estas voces, así como se aprende a descifrar el mecer de las algas y la thalasia.
Pero la música real de una inmersión es única y personal. Es el sonido de la respiración de quien se sumerge. Cada inhalación acompasa el viaje. El oído es el sentido que alerta del funcionamiento interno para controlar la respiración. El oído, el mejor manómetro. Marcará el ritmo y el esfuerzo. Una respiración acelerada acabará con el oxígeno de la botella antes de tiempo. Escuchar el mar es escucharse a sí mismo.
Yo buceé con gran atraso tecnológico y mis inmersiones, a pesar de estar hablando de la segunda mitad de los ochenta, eran como la navegación transoceánica en barco de vela, frente a las embarcaciones con maquinaria autónoma. La gran mayoría de los equipos que proveen seguridad en el mar ya estaban inventados, pero su comercialización era incipiente, al menos donde vivía, y los precios, como el de toda novedad tecnológica, altos. En realidad, la pobreza del estudiante en un entorno paupérrimo hacía que casi cualquier cosa fuera demasiado costosa.
Buceaba, como tantos otros, sólo con la mascareta y las aletas, una botella de oxígeno amarrada a un arnés, un regulador y un cinturón con lastres de plomo (tuve un amigo que hacía estos pesos con el contenido del interior de las baterías de automóviles). Los sentidos suplantaban el profundímetro, el reloj, el manómetro. El movimiento, al traje de neopreno; la prudencia, a las tablas de buceo. Sólo uno de mis amigos tenía un chaleco hidrostático. Y una vez nos salvó la vida. Y aquél era el tercer aviso que me hacía el mar: el primero, infante, revolcado por una ola del Pacífico. Mi bañador rojo me salvó: avistado y levantado por una mano alerta después de un tiempo bajo el agua, cuando la marea me arrastraba a la profundidad. El segundo, preadolescente, la lancha en que viajaba se fue a pique en medio del mar, frente a la costa de Puerto La Cruz. El mar no suele perdonar la imprudencia, la ignorancia, la inexperiencia.
Aquella tercera vez, era una mañana de sábado. Soleada, algunas nubes al fondo. Éramos tres y queríamos bucear. Fuimos hasta la orilla de una playa de Pampatar. Nos colocamos el equipo entre las olas suaves de la orilla. Cada quien tiene sus manías previas. Yo escupí en el visor, froté la saliva, un viejo truco para que no se empañe, me sujeté el cabello largo y quemado de aquellos años, aferré la máscara con fuerza a mi cara flaca, mordí el esnórquel y me zambullí. Comenzamos a nadar y alejarnos de la costa. Dos o tres kilómetros, suficientes para ganar profundidad en vertical, sin gastar el aire comprimido en el lento descenso desde la costa. Llegados a un punto, cambié el tubo de silicona por el regulador, y descendí al mismo tiempo que mis dos amigos.
El paisaje del fondo, la observación plácida, el avanzar como quien camina por el campo, sin más cometido que mirar, sin rumbo definido, por donde le guíe cierto instinto. En el fondo de lo que se trata es de explorar las fronteras propias frente al ilimitado poder de las fuerzas marinas.
Entonces, probé aquello de lo que los amigos experimentados alertaban: quedarte sin oxígeno porque el tanque se vacía antes de lo previsto, ya sea que se llenó con indulgencia o que lo consumiste como si corrieras los últimos kilómetros de un maratón. El verbo “probar” es exacto, porque el aire que queda en el fondo de la botella no se respira ya: se traga como si fuera un bocado espeso y tiene un sabor aceitoso. Y el regulador se tranca. Hay que chupar como si extrajeras el veneno de un pez sapo en tu propia carne. Y sabes, cuando exhalas la primera de esas nubes, que tienes poco tiempo para avisar a tus compañeros y ascender sin importar cuán profundo te encuentras. Hice dos señas: sin aire y ascenso. Uno de ellos compartió su regulador conmigo, pues ninguno de los tres tenía un octopus, o regulador de emergencia. Dos bocanadas. Atrapé mi regulador y empecé a subir, dejando escapar lentamente el aire de mis pulmones. Cuando saqué la cabeza, la isla era una mancha diminuta en medio de un cielo gris. Las olas encrespadas respondían las órdenes de un gran viento que barría la superficie.
Mis compañeros sacaron la cabeza. Nos miramos, no hacía falta hablar. No parecía haber gran probabilidad de ganar a nado la playa de la que habíamos partido. No sólo por la distancia. Sobre todo lo impedía el dictado de las corrientes. Si el mar hubiera estado como un plato, como se dice a la superficie calmada, más tarde que temprano hubiéramos arribado sin demasiado trauma. Pero con el mar embravecido sólo nos agotaríamos hasta convertirnos en bultos a la deriva. Así que nos dirigimos al punto más cercano sin desafiar las corrientes. Era un acantilado precedido por picudas y filosas rocas. Las olas se alzaban y pasaban por encima de las cabezas. Solté el lastre. Pero no el resto del equipo. Sólo estaba seguro mi compañero abrazado a su jacket, cuya función en caso de emergencia es servir de boya, de salvavidas, de madero de flotación. Nosotros, los otros dos, debíamos doblar el esfuerzo para mantener la cara por encima del agua. Ante este escenario, una alternativa racional en la que priva la sobrevivencia era que mis dos amigos me abandonaran. Yo me encaminaría hacia la costa más cercana a nado y ellos bucearían hasta el punto de salida: tenían oxígeno y la tormenta amaina varios metros debajo del agua; estarían seguros. Pero los hombres de mar tienen un pacto que desafía este cálculo frío. Se hacen uno frente a la vicisitud. Mi amigo infló al máximo su chaleco hidrostático y se lo quitó, lo puso enfrente, él en medio, yo a la izquierda, mi otro compañero a la derecha, y seguimos nadando hacia esas rocas capaces de agujerear el casco de un yate.
Al rato de nadar, la corriente, vencida, se vengaba arrojándonos con velocidad inusitada hacia esos cuchillos de piedra. Los primeros golpes los evitamos con los pies por delante. Sí, amortiguábamos las embestidas incansables y férreas del mar sólo con cortes y golpes en los pies y las piernas, pero en esa posición sería imposible conquistar tierra. Así que cambiamos de estrategia. Después de chocar y retroceder por enésima vez, ganamos el lapso para quitarnos el tanque y ponerlo de frente. Era puro instinto pero lo ejecutamos como si fuera una ensayada coreografía. Desde el primer impacto hasta ese momento habían mediado unos pocos segundos, tal es el vértigo del mar. Arrojados contra las rocas, el acero de la botella arremetía contra los monolitos, y en clara sincronización soltábamos la botella cuando la sentíamos punzar el pecho, e intentábamos aferrarnos a los bloques con las manos desnudas. No sé cuántas sacudidas fueron necesarias para que estuviéramos los tres abrazados a una piedra, buscando la manera de salir del agua. No recuerdo quién fue el primero que lo logró, con lo que daba ánimo a los demás, aunque demasiado lejos para echar una mano. Sólo sé que, una vez alcanzada la enorme paz que deja escapar a la mar enloquecida, pasé mucho tiempo sentado, mirando las muescas en el tanque, reponiéndome de las magulladuras y el susto, sin decir palabra. Luego miré hacia la montaña breve pero escarpada y sembrada de cactus. Los océanos me habían perdonado por tercera vez, y la piel sanaría pronto de las rasgaduras y de las espinas de las cactáceas que se enterrarían en el camino de vuelta, descalzo y con el tanque a cuestas. Pero no olvidaría el aviso del océano ni la solidaridad a las que obligan sus leyes no escritas: nunca negar la ayuda en altamar sin importar el riesgo, y que lo encontrado abandonado te pertenece.
(c) fotografía: Paolo Pérez Zambrano