Tratamiento de choque

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Niños enfermos sin posibilidad de cura en Venezuela llegaron a España financiados por una misteriosa fundación del régimen chavista. Ahora, peligran los fondos…

DOMÉNICO CHIAPPE. EL DIARIO VASCO Miércoles, 12 junio 2019, 08:38

Con uno de sus hijos con un tumor cerebral cuyos síntomas ya le producen náuseas y fuertes dolores de cabeza, Cristina Saldivia durmió unas noches de mayo en un albergue de la Cruz Roja. Ella y sus dos hijos habían llegado en septiembre de 2018 a España para proseguir con el tratamiento del astrocitoma en recaída de Christian, de 13 años. «Mi situación es dificilísima», asegura Saldivia, administradora de profesión y madre de otro niño de 9, con el que se reagrupó en Barcelona. «Yo acepto las consecuencias de mi decisión. Pero prefiero estar aquí; sé que al menos tengo salud para mi hijo. Allá ni siquiera hay electricidad».

Allá es Venezuela, de donde provienen. Ahora ellos viven en un hostal, donde les sirven tres comidas al día, y los dos niños están escolarizados en Barcelona. En una tarde de buen tiempo, ambos van de excursión con sus compañeros de colegio. Viendo desde la distancia el panorama venezolano, se saben privilegiados, a pesar de la precaria situación por la que atraviesan en España. En los últimos días han fallecido al menos seis niños en uno solo de los hospitales infantiles de Caracas, el J. M. de los Ríos, sin que existan datos oficiales sobre el coste humano de la debacle del sistema sanitario del régimen chavista.

Cristina Saldivia y sus hijos Stefano (9 años) y Christian (13), que padece un tumor en el bulbo raquídeo, viven en un hostal de Barcelona. Antes, la Cruz Roja les ofreció un alojamiento provisional. La mujer no contempla el retorno a Venezuela porque allí no existen recursos para tratar urgencias oncológicas.

Christian

Cuando Christian tenía dos años apareció el tumor. Sus padres, de clase media y trabajadora, costearon una radiocirugía en Estados Unidos -«lo abrieron y cerraron», precisa Saldivia-, para seguir las quimioterapias posteriores en Venezuela. Hace tres años reapareció la enfermedad y repitieron el mismo procedimiento, pero «no había buenos resultados». Optaron por administrarle un fármaco de inmunoterapia, el anticuerpo ‘bevacizumab’, que debían comprar en el mercado negro. Cada tres semanas, adquirían las dosis de 300 gramos por unos mil euros. «Demasiado dinero». La familia sólo pudo proveerlo durante cuatro meses. Entonces apareció una misteriosa figura del chavismo que aceptó financiar el tratamiento de Christian en España: la Fundación Simón Bolívar (FSB), que costea actualmente los gastos médicos de 48 personas (para una población de 32 millones) en cinco países, entre ellos España. Mediante un convenio con la «parte privada e internacional» del Hospital Sant Joan de Déu, al menos once niños venezolanos reciben atención médica en Barcelona.

En un parque de Esplugues de Llobregat, Javier pasa el tiempo junto a su madre, Sandra Manzanares, en un día áspero de primavera. Esperan instrucciones para trasladarse a otro alojamiento en la Ciudad Condal, adonde llegaron para las revisiones periódicas que requiere su tratamiento contra una leucemia diagnosticada hace cinco años. Debían quedarse una semana, pero los doctores decidieron prolongar la estancia y aconsejar otra terapia, esta vez autoinmune. Llegaron de la Valencia venezolana, en el centro del país, donde al principio Javier se sometió a quimioterapia. Pero a los 12 años tuvo una recaída y necesitó un trasplante de médula, que no ofrecía la sanidad pública de Venezuela.

JAVIER. Cuando cumplió los 12, Javier tuvo una recaída de la leucemia que le diagnosticaron cinco años atrás. Requería un trasplante de médula que no ofrecía la sanidad pública venezolana. Su madre, Sandra Manzanares, logró traerlo a España para continuar con la terapia imprescindible para mantenerle con vida.

A Sandra le hablaron de la FSB, un secreto a voces cuya criba médica funciona en las oficinas de Caracas de la petrolera estatal PDVSA. En julio de 2017, su hijo, ahora con 14 años, ingresó en el Sant Joan de Déu y en septiembre se realizó el trasplante con éxito. En octubre de 2018 pudieron volver a su país natal, donde Sandra tiene otra hija, de 11 años. «El Sant Joan de Déu buscó el donante y tuvimos la fortuna de que no pasó mucho tiempo para el trasplante -rememora la mujer-. Él no está dado de alta. Es un paciente que tiene permiso para regresar a su país con la condición de volver a los controles, estipulados de acuerdo a su evolución».

Cuando se acercaba la fecha de la segunda revisión, la situación de Javier, un chico taciturno seguidor del Barça, se complicó. «Tuvo una reacción al trasplante que se conoce como ‘injerto contra huésped’», explica Sandra. «Los doctores de allá no querían tocar el tratamiento de base y se comunicaron con los de aquí. Nos dijeron que volviéramos lo antes posible». Ella y el responsable del Sant Joan de Déu escribieron a la FSB, que tardó varias semanas en responder que todos los convenios estaban paralizados. Su hijo no podía viajar ni sería recibido en el centro médico y necesitaba esteroides e inmunosupresores por prescripción médica. Su madre los rastreó en espontáneos grupos de Instagram. También los antibióticos y hasta las inyectadoras. Finalmente, pudieron volver a finales de mayo. En esos días en Caracas, Erik, Giovanni, Robert y Yeidelberth, niños de entre seis y once años, fueron las víctimas más recientes de un sistema desmantelado, cuyo programa nacional de trasplante de médula ósea lleva dos años «suspendido», mientras 3.500 pacientes agonizan lentamente, según datos recientes de la Fundación de Donaciones y Trasplantes venezolana. Ninguno de estos cuatro era beneficiario de la Fundación Simón Bolívar, puntualiza la propia entidad.

Permiso para vivir

«Para que vea por qué me da miedo regresar», comenta al leer estas noticias Carlos Acosta, padre de Jesús, otro pequeño venezolano que recibe tratamiento en Barcelona contra una forma severa de anemia, la ‘talasemia mayor’. «Me dijeron que podía curarse», afirma Acosta, que empezó los trámites para solicitar el trasplante cuando su hijo tenía cinco años. Cuatro después, la FSB, que a pesar de su escaso alcance ya había desplazado a las entidades públicas venezolanas, aceptó enviarle a España. «No digas nada, me aconsejaron cuando me metieron» en el programa, recuerda este técnico industrial de Ciudad Bolívar, al sur del país. Un ruego similar escuchó Saldivia cuando una mujer que conoció en una clínica privada de Maracaibo le dio la dirección electrónica de una funcionaria de PDVSA. «No le digas quién te ha dado el correo», le previno. Ella le escribió durante tres años hasta que aceptaron su petición. Estar o no en este sistema discrecional y minoritario es cuestión de vida o muerte.

JESÚS. En la habitación del hostal donde viven en Barcelona, Carlos Acosta y su hijo Jesús, que padece un raro y severo tipo de anemia, esperan controlar la enfermedad con medicamentos después de que rechazara el trasplante de médula ósea al que se sometió el pasado mes de diciembre.

Carlos y su hijo Jesús viven en una habitación de treinta metros cuadrados, que cuenta con una pequeña cocina, de un hotel de Santa Coloma. El niño juega a la PlayStation, aunque todavía se encuentra debilitado por la falta de plaquetas, consecuencia inmediata del tratamiento. «Vinimos tres años seguidos -apunta su padre-. La primera vez en 2016, para ver si era apto. Después, para chequeos y la quimio previa. El trasplante, con su madre como donante, se hizo en diciembre de 2018, pero dos o tres semanas después se vio que no había hecho el implante. Además, se contagió de un hongo en el pulmón y le operaron en enero para quitarle un pedacito. Se ha ido recuperando y en febrero pudimos dejar el hospital y venir al hotel. Sin salir para nada. Ya no esperamos otro donante, pero sí controlar la enfermedad con medicamentos». Fármacos que no se encuentran en Venezuela. «Estamos muy unidos; vive conmigo desde que tiene cuatro años, porque su madre no se ocupaba de él», refiere Acosta, que cocina cada día una dieta especial para Jesús, que ha empezado el instituto a finales de mayo. Estudia primero de la ESO en un centro cercano y ya ha hecho algún amigo.

Todos estos padres no rehúyen la presencia de sus hijos para hablar de su evolución, de la esperanza y la ilusión, de la precariedad y la consternación, aunque hay frases que pronuncian casi en susurros. Los niños a veces acotan algún detalle, o asienten con la cabeza. La enfermedad rompió sus infancias y los ingresos hospitalarios cada 21 días, lo cruento de la terapia y la obvia diferencia entre sus vidas y las de los sanos les han obligado a madurar. Resisten los tratamientos con valentía y se imponen a los pronósticos y la debilidad del propio cuerpo, en ocasiones con disimulo para no preocupar más a sus familiares. El desánimo está prohibido entre las paredes que ocupan. Pero están solos en un país extraño, con uno de sus progenitores por toda compañía. Y ellos también padecen. «Una vez me dio un cólico nefrítico; quería ir al hospital, pero cómo lo iba a dejar solo -revive Acosta-. Él me decía: ‘papá, qué voy a hacer yo aquí si a ti te pasa algo’».

Cuando Jesús ya empezaba a recuperarse, les conminaron a desalojar la habitación. Su financiador, la FSB, había dejado de pagar, le notificó el hotel. A él tampoco le habían transferido el dinero de la manutención. «He vendido todo menos el carro (coche), que necesitan mi esposa y mi segundo hijo, que se quedaron allá». Esto sucedía mientras otros pacientes como Javier, el hijo de Sandra Manzanares, esperaban el billete de avión para proseguir sus tratamientos. Entonces Acosta escribió una carta a la responsable de la FSB, Denise Mamán. Le expuso su «crítica situación», y que tanto él como otros padres y madres del grupo se habían visto abocados a buscar el auxilio de Cáritas, que confirma la ayuda prestada a estas familias. «En ningún momento les dejamos desatendidos», explican también desde el Sant Joan de Déu, que les albergó en las habitaciones que alquila a familiares de pacientes internacionales y les brindó dos comidas diarias. En este periodo, varios padres se empadronaron en el Ayuntamiento de Barcelona y obtuvieron las tarjetas sanitarias para sus hijos. Al menos dos casos han pasado al área de la sanidad pública española.

La respuesta a su correo electrónico le llegó a Acosta desde Houston, sede de la FSB, tres días después. El «acuerdo» había finalizado por un «inconveniente inesperado», escribía Mamán. En menos de una semana, debían volver a Venezuela. Adjuntaba dos billetes de avión, once horas de vuelo. Pero Jesús se encontraba tan bajo de defensas que un simple viaje en autobús le exponía a contraer una neumonía. Además, la tesorera de la FSB, Gina Coon, advertía: quien desobedeciera la orden de retorno sería responsable de todos los gastos. En Barcelona había en ese momento nueve pacientes pediátricos. Niños con leucemia y otros tipos de cáncer infantil, como retinoblastoma y osteosarcoma. En la emergencia humanitaria de Venezuela, el regreso augura el peor de los desenlaces.

Ante la orden de la FSB hubo dos reacciones. La primera, la rebelión. «Uno no se quiere quedar. ¿Quién quiere emigrar?», protesta Acosta, que jamás subiría a un avión en las circunstancias en que se encuentra su hijo. La segunda, la resignación. La madre de una paciente atendida de un tumor desde hace varios años, y que pide que no aparezca su nombre, asegura que ella obedecerá. «Tengo demasiado que agradecer a esa fundación -justifica-. Ellos son los jefes míos y si mi hija se tiene que ir, se va, y volveremos si es que nos vuelven a traer. Quedarse no es fácil; quién te va a atender, a mantener…».

Mientras tanto, a la deriva de la sanidad venezolana esperaba también otro niño con leucemia desde los cuatro años, que ha recibido un trasplante con éxito pero debe someterse a controles periódicos. Alberto, ahora con 11 años, es aficionado al jamón serrano y al Barça. Hasta que pierde. Entonces se va con el Real Madrid. Proviene de los Valles del Tuy, una pequeña, humilde y verde región cercana a Caracas. Durante esos días de silencio, en que debía volver a Barcelona pero no tuvo noticias de la FSB, sufrió una «complicación hepática», cuenta su madre, Zuleidys González, ama de casa y con tres hijas más, todas mayores que Alberto. Ante la desatención de los hospitales venezolanos, y como «la fundación estaba cerrada», Zuleidys llevó a su hijo a una clínica en la capital. Alberto ha sufrido tres recaídas desde 2010 y recibió el trasplante en diciembre de 2017, también en el Sant Joan de Déu. El médico que la atendió en su país no le cobró, asegura ella, y le pautó unas citas de control, a las que no pudo asistir por los apagones constantes y diarios. «Se iba la luz y no servía el transporte público hasta Caracas -dice con resignación-. No es sólo conseguir las medicinas. Es también la comida. Si le haces los exámenes, no comes; y si comes, no le haces los exámenes. Todo está demasiado caro».

ALBERTO. Después de un exitoso trasplante de médula ósea, Alberto regresó a Barcelona con Zuleidys, su madre, para una revisión afectado por una reacción hepática que en Venezuela no se podía controlar por los altos precios de los fármacos y los continuos apagones, que dificultan el transporte y la atención médica.

Amistades del camino

Alberto y Javier se han conocido en estos viajes. Ambos con leucemia y una evolución similar, que lleva al optimismo. A pesar de la diferencia de edad, que se manifiesta en el tono de la voz, uno todavía niño y el otro ya adolescente, bromean con los equipos de béisbol de los que son aficionados. Como en toda liga, hay dos rivales eternos en Venezuela. Javier es de los ‘Navegantes de Magallanes’ y Alberto, de los ‘Leones de Caracas’. La competencia superficial les permite evadirse un poco, regresar a casa aunque estén en el anodino ‘lobby’ del hotel donde se hospedan. Esperando los dos con sus madres el próximo destino, el siguiente diagnóstico. A ambos les han detectado alguna complicación. Uno en el hígado, otro en el pulmón. Deben quedarse. Varios meses. Las hermanas les esperan. «Me ha dicho que ojalá sea sólo un mes», dice Manzanares cuando habla de su hija menor. Pero serán seis en el mejor de los casos.

ESPERA MORTAL

Cuando el reloj estaba en la cuenta regresiva para el retorno forzado de los nueve niños venezolanos que se trataban en Barcelona, a mediados de marzo, la FSB avisó de que prorrogaría los convenios hasta finales de julio. «Hay otro plazo y estamos trabajando para garantizar que los tratamientos se puedan seguir haciendo», dicen en el centro médico. La primera medida fue dar a los padres una notificación en la que les indicaban que el hospital «no podrá hacerse cargo» del tratamiento después de esa fecha. En la hoja, el «no» resalta en mayúsculas y negritas. «En consecuencia, los padres y tutores del paciente serán responsables» de cualquier gasto, especificaba Antoni Arias, director de Atención Privada e Internacional del centro barcelonés. Por su despacho, padres y madres desfilaron uno por uno para estampar su firma y llevarse una copia.

La prórroga ‘salvadora’ de la FSB fue concedida a la mayoría de los pacientes. Con excepciones. A Christian no le extendieron el convenio. Llegado el día, Cristina Saldivia no utilizó los billetes de avión rumbo a Caracas y decidió quedarse en España sin red de seguridad. Fue entonces cuando acudió a la Cruz Roja con sus dos hijos y durmieron en un albergue para indigentes. «Esta gente no puede entender lo que a nuestros niños les puede pasar si regresan a Venezuela, donde no hay ni para un paracetamol, menos para una emergencia oncológica de pediatría -exclama-. Yo jamás creí que me iba a tocar una situación como las que se ven en las películas de refugiados, y así me tocó. ¡Dios mío, señor, perdóname porque tengo techo y comida, pero nunca pensé vivir esto!».

Una vez que la FSB comprobó que Saldivia se había quedado en España, la acusó de «comportamiento indebido» y le advirtió de que le dejaba de «proporcionar apoyo caritativo» a su hijo. El presidente de la FSB, Larry Elizondo, adujo en una carta fechada el 22 de mayo que la clínica le había «dado de alta». No obstante, en el informe médico que le entregaron a Saldivia diez días antes, se especifica la necesidad de hacer más resonancias magnéticas y continuos controles debido a un «discreto crecimiento de la lesión». A pesar del desamparo, Saldivia no renuncia a la lucha por el bienestar de su hijo y sigue los pasos de otra madre con el mismo coraje a la que la FSB también instó a volver a Venezuela con el mismo método del billete de avión adjunto a un correo electrónico.

Una madrugada de llovizna hace un año, Dayana abrigó a su hija Astrid, de cinco años y con una cardiopatía desde los seis meses, y esperaron en la puerta de un albergue del Servicio de Atención de Inmigrantes y Refugiados de Barcelona. «Se me mojó la niña, no tenía con qué taparla», recuerda. Astrid ha sido operada dos veces del corazón con fondos de la FSB. Una en Colombia, en la que perdió un pulmón; y otra en España, donde decidieron no proseguir las intervenciones. «No se atreven a hacerle esa operación tan delicada porque la niña no la aguantaría», explica. Las citas ahora son trimestrales porque «a medida que crezca se complicará más». Con cateterismos puntuales, lleva una «vida normal», escolarizada en Barcelona, siempre con máximos cuidados para evitar las frecuentes neumonías. Ya ha sufrido trece, todas contraídas en Venezuela. Esa noche encontró refugio en un centro de paso. Se empadronó y pidió asilo. Ella y su hija fueron reubicadas en un piso compartido por otras dos familias.

ASTRID. Con dos complejas operaciones de corazón a sus seis años, Astrid reparte su vida entre la escuela y las revisiones médicas trimestrales. Le acompañan en Sabadell su madre, Dayana Acosta, y su padre, Eduar Vargas. Su salud se ha complicado con trece neumonías, todas contraídas en Venezuela.

La niña empezó el colegio y la madre, un curso de catalán y otro de administración. Espera obtener un permiso de trabajo antes de la resolución de asilo. «Ahora busco piso, porque ya nos podemos mudar solas», dice Dayana Acosta, mientras prosigue su larga travesía. La de ella y los demás padres que han buscado la curación de sus hijos a 7.000 kilómetros de casa. Astrid vive entre el colegio y el hospital en una frágil cotidianidad, y su madre pregunta: «¿Tú qué harías? ¿Volverías a Venezuela? Regresar es sacrificar a mi hija. Para qué entonces tanto esfuerzo».