Una independencia sin valientes

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Reflexiones en torno al juicio del procés y la estrategia de la defensa, escritos en la propia sala del Tribunal Supremo

En el techo de la sala segunda del Supremo, donde se realiza el juicio del procés, impera la pintura “Lex”
de M. Santa María.

La defensa de los líderes catalanes juzgados por “rebelión” o “sedición”, según quien acuse, consiste en negar su responsabilidad en la promulgación de una declaración unilateral de independencia, y en ocasiones en refutar que los hechos se produjeran. No los reivindican, como sería esperable en los capitanes de una revuelta sostenida a lo largo de varios años, enfrentados a un Estado que consideran enemigo y avasallador desde hace tres siglos, e inspirados, como admiten, por una fuerza “emocional” colectiva.

La cadena de hechos hasta la proclamación de independencia parecieran, al escucharles, haber sucedido por generación espontánea. En las intervenciones de los acusados abundan los ‘yo no fui’, ‘yo no sabía’, ‘yo no dije’. Según la argumentación defensiva de los líderes catalanes, no hubo un impulso concertado y determinado desde las instituciones que dirigían. Hubo, en su relato judicial, un cúmulo de casualidades provocadas por el desorden burocrático en un clima de prisas electorales que derivó en la ruptura social. Los líderes juzgados no cultivaron el huerto soberanista, ni tan siquiera lo regaron. Apenas pasaban por allí cuando se hizo la foto de su floración.

En los monólogos permitidos por el juez Marchena, que preside la sala del Supremo, los líderes de esta independencia de seis segundos construyen autorretratos narcisistas sostenidos siempre desde la brillantez intelectual pero no desde la valentía, que ahora se inhibe o falla. En estas gestas patrióticas se espera que el héroe derrotado no se arrodille ante el verdugo, que no ceda moralmente ante el poder que pretende doblegarlo y que no reniegue de lo que lideró, aquello por lo que lo siguieron las masas que también pudieron ser reprendidas por el supuesto gigante opresor, si ése hubiera sido tal y no se hubiera conformado con enjuiciar a un puñado de políticos o jugadores de política. No obstante, en el trasfondo de sus palabras hay sumisión y ninguno ha alzado la voz para decir: Sí, yo me rebelé y lo volveré a hacer. En vez del martirio, exaltan el tono para anteponer la negligencia a la beligerancia y la distracción a la estrategia.

El juicio es retransmitido en vivo por el canal de noticias del Estado español.
En la captura de pantalla, los acusados el primer día.

Ante el juez, renuncian a la heroicidad final. Matizan la proclamada legitimidad de sus acciones separatistas con el encaje en las leyes del Estado y no en la irreprimible explosión de sus sentimientos nacionales. Si aprobaron leyes de “desconexión” y “transitoriedad” fue porque desconocían su ilegalidad. Si banalizaron la Constitución fue por creer en unos derechos fundamentales superiores que incluso mejoran la convivencia. Si organizaron tumultos fue con la convicción del carácter pacifico de los convocados. Si instrumentalizaron a un cuerpo armado -los Mossos d’Esquadra-, fue para evitar el choque. Si avasallaron a los diputados constitucionalistas (con el 53% de los votos) fue por inercia parlamentaria.

A partir de sus testimonios, los acusados se han descrito mediante tres perfiles. Uno, eran ignorantes y les manipularon (no lo reconocen abiertamente); dos, eran irresponsables y poco les importaron las consecuencias (de las que ahora reniegan); tres, sabían lo que hacían y se creyeron impunes (“inviolabilidad” que ahora reclaman). En el banquillo, cada uno de los juzgados se acoge a uno u otro rasgo, y con bastante frecuencia a los tres, ya sean mezclados o por turnos. Pero ninguno toma el camino de la inmolación (muy relativa en el sistema garantista que irrespetaron) ni la vía del desafío permanente.

En el relato que componen para exonerase, existen los “derechos legales o constitucionales” y los “derechos fundamentales”. No es una diferenciación banal. En las democracias plenas, unos y otros no se contradicen. En las dictaduras, sí. Para demostrar lo segundo, la narración se sostiene en hipérboles y generalizaciones que muestran a un pueblo víctima, aunque para salvarse cometen pequeñas traiciones, como cuando transforman la construcción semántica que les fundamenta (‘Cataluña y España’, dos naciones enfrentadas) en otra que contradice sus motivaciones desde la lógica (‘Cataluña y el resto de España’, una comunidad dentro de una nación).

Ante la renuncia de las formas más obvias de violencia, en el juicio del ‘procés’ el tribunal deberá dirimir si el ambiente tumultuario e intimidatorio tenía la finalidad de coaccionar tanto al Estado como a los vecinos. Y si esta intimidación es también violencia. En este matiz se distingue la “rebelión” de la “sedición”. De fondo, los magistrados opinarán sobre la naturaleza de las libertades contempladas en la Constitución y su verdad jurídica. Sea cual sea la sentencia, la súplica de inocencia de los acusados resta valor a sus personas y épica a los sucesos.